Recibió la camisa, la desdobló y contó los orificios: ocho. Fue al taller, tomó hilo y enhebró la aguja de la máquina de coser. A medida que cerraba cada abertura, notó una mancha tenue de sangre alrededor de la que estaba a la altura del corazón. Intentó limpiarla, sin éxito alguno. A la mañana siguiente, los familiares regresaron a buscar la prenda. Vivió en esa rutina hasta que se vio forzado a abandonar el pueblo semanas después. Le informaron que la próxima camisa era la suya.
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