Después del accidente, mis palpitaciones disminuyen. Una luz, contrastante con la oscuridad en la que siempre he estado, penetra por una ventana. Me detienen arbitrariamente. Sin comprender por qué, sigo consciente. Me desprenden y, por primera vez, veo a quien servía: era joven y su cuerpo está cubierto de sangre. Me colocan en una nevera. Pasado un tiempo, me sacan y me introducen en un nuevo orificio. Siento temor al entrar, tiemblo, y todos a mi alrededor se turban ante mi reacción. Me conectan a cables desconocidos. Una descarga eléctrica me atraviesa y, de pronto, mis músculos vuelven a moverse. Regreso a la vida. Las cortinas de esta nueva ventana se cierran, y la oscuridad me envuelve de nuevo. Durante días, sólo escucho el pitido de los monitores. Para mi tranquilidad, me adapto con rapidez. Aquí me siento bien, como si ya hubiese habitado este lugar.
―La partida de tu hermano prolongará tu existencia, hijo ―escucho murmurar a una voz femenina entre sollozos.
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