Alondra, la gata de Alana, tenía un don especial: sabía localizar y curar los dolores de su ama. Cuando sufría de cefaleas, la felina se trepaba a su cabeza y permanecía allí durante horas. Si se sentía mal del estómago, Alondra subía a su abdomen y le amasaba suavemente con sus patitas.
Alana era casada, pero su esposo vivía en otra ciudad. Trataban de mantenerse en contacto tanto como podían, aunque ella extrañaba las caricias y la cercanía de la convivencia. No se veían en persona durante meses, y él se había vuelto cada vez más cortante en sus palabras. Una tarde, él la llamó.
—Amor, ¿crees que debamos seguir separados? Te extraño —dijo ella, con voz suave.
—Lo importante es que nos queremos —le respondió—. Esta oportunidad laboral no la tendré allá.
—¿Pero tú me sigues amando?
—Profundamente, mi cielo.
Después de una hora, él tuvo que colgar, y la videollamada terminó. Alana sintió alivio con la confirmación de sus sentimientos y sonrió. Alondra, que la observaba con sus profundos ojos verdes, se acercó con sigilo y, tras un momento, se le acostó en el corazón.
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