Revelación


Antonella recibía, sin falta, cada 25 de diciembre su regalo de navidad. Año tras año, los abría con una felicidad desbordante: muñecas, sets de cocina, peluches y libros. Para ella, verlos aparecer bajo el árbol era una especie de evento único, casi fantástico. Sin embargo, y con el advenimiento de su consciencia, la curiosidad natural de la niñez comenzó a despertar. Un día de diciembre, su duda existencial salió finalmente a flote:

―Mami, ¿de dónde vienen los regalos de Navidad?

Gladys, que criaba sola a su hija tras una dolorosa separación, le acarició su cabello y respondió con una sonrisa:

―Los trae el Niño Dios. Yo escucho tus deseos y le escribo una carta porque tú todavía no sabes hacerlo. Él la lee y envía lo que pides.

―¿El Niño Dios viene hasta aquí y los deja debajo del arbolito? ―preguntó Antonella sorprendida.

―Así es, hijita. Él vive en el cielo, pero en Navidad se convierte en un niño y, mientras dormimos, entra a la casa y deja los regalos.

Gladys no deseaba extenderse en sus explicaciones y, manteniendo el tema, cambió el rumbo de la conversación.

―¿Ya pensaste qué le vas a pedir este año?

Antonella asintió sin dar una respuesta verbal. No era de su interés preguntar más porque ya había escuchado hablar del Niño Dios en su jardín escolar. Recordó su retrato en su salón de clases, y las oraciones y canciones que la profesora dirigía en su honor. Tenía una idea abstracta de su naturaleza y esto, de cierta forma, le impedía entender plenamente lo dicho por su mamá. “¿Cómo puede un niño tan débil, tan pequeño, ir a tantas casas del mundo para dejar regalos en una sola noche?”, se preguntó. Trasladó sus interrogantes a sus compañeras durante una jornada de recreo.

―Oye Verónica, ―le dijo a una niña que resolvía un cubo Rubik―, ¿sabías que los regalos de Navidad los trae el Niño Dios?

Verónica la miró con un gesto extraño, conteniendo una sonrisa, y continuó su actividad.

―Danara, ¡ven acá! ―llamó Verónica pasados unos segundos― Antonella me está diciendo que ese niño que está allá en la pared del salón es el que lleva los regalos en Navidad.

―Sí, es verdad ―respondió Danara con marcada seguridad― eso es lo que me han dicho mis papás y nuestra profe.

Verónica no se pudo contener y dio una fuerte carcajada que se escuchó en todo el patio.

―¡Eso no es verdad! ―les dijo en voz alta― son engaños de sus padres. El que trae los regalos no es ningún Niño Dios, sino…

El timbre sonó y la profesora llamó a los estudiantes. Verónica prosiguió con su explicación, pero el ruido de los niños ingresando al salón impidió que sus compañeras la escucharan claramente.

Antonella tenía seis años y desde hacía cuatro vivía sola con su mamá. Gladys se dedicaba a las labores de empleada de servicio en la casa de una familia adinerada al otro lado de la ciudad. Raúl, su exesposo y quien trabajaba como abogado, terminó abandonándolas luego de que su mujer descubriera que tenía una relación extramatrimonial con Lucrecia, su secretaria. Desde entonces, no respondía económicamente por su hija y solamente la contactaba dos veces al año: en su cumpleaños y en Navidad. No le daba ningún regalo, ni la visitaba. Se limitaba a bombardearla con mensajes de audio en WhatsApp en aquellas ocasiones. Antonella terminaba olvidándolos rápidamente. La niña estudiaba toda la mañana y en las tardes Gladys le pagaba un servicio extra de guardería, pues se le imposibilitaba estar con ella sino hasta después de las seis de la tarde, cuando la recogía. En las noches, hacían juegos de roles con peluches o leían un libro de aventuras de heroínas. Los fines de semana no podía faltar el helado en el centro comercial y el columpio y rodadero en el parque del barrio. Aunque limitado, el tiempo juntas era de una calidad envidiable.

Gladys amaba a su hija desenfrenadamente, llegando incluso a considerala la única razón válida de su existencia. Luego de la separación de Raúl, se sumergió en una profunda depresión. Con una hija de dos años, la vida no era sencilla para las dos. Fingía ser fuerte, pero cuando a la niña la vencía el sueño, el llanto se apoderaba de ella. Luego de un largo proceso de superación, tomó la decisión de demandarlo para que respondiera, por lo menos económicamente, por Antonella. El abogado, conocedor de estas situaciones, había evadido el proceso hasta entonces. En medio de su necesidad, Gladys se doblaba en turnos y, en ocasiones, trabajaba domingos y festivos mientras una de sus hermanas cuidaba a la niña. Lo hacía todo, material y espiritualmente, para preservar el estado de felicidad en la vida de su hija, el cual contrastaba con sus esfuerzos y angustias.

Durante aquel año, Antonella comenzó su proceso de lecto-escritura. En una de las clases, la profesora les propuso un ejercicio para afianzarlo: escribir una carta al Niño Dios. La mayoría de estudiantes se alegraron con la actividad. Verónica, por su parte, enrolló los ojos y se negó a tomar el lápiz. Al notarlo, la profesora se le acercó, y le habló en voz baja, tanto que ninguno de los compañeros logró escuchar. Verónica se exaltó y exclamó en voz alta.

―¡Profe, pero es que eso es mentira, ¿para qué nos hace escribir eso?!

―¡A ver, Verónica! ―ordenó la enfadada maestra al ver arruinado su plan― ¡Vas a escribir la carta a quien te dije!

Los demás niños miraron extrañados a la profesora, pues no comprendían qué había querido decir con aquellas palabras.

Los padres de Verónica eran ateos y alejados, consecuentemente, de todo lo relacionado con la Navidad. Le habían inculcado, desde el génesis de su existencia, que dicha celebración era de naturaleza pagana y que había adquirido un tinte comercial, alejado de su supuesto carácter divino, en el tiempo moderno. Los regalos, le explicaron, eran comprados por los padres de los niños y que, dependiendo de su comportamiento y desempeño escolar, cada uno recibía uno (o ninguno) en el mes de diciembre. La maestra, con el ánimo de respetar la multiplicidad de creencias, incluso la ausencia de ellas, le había pedido a Verónica que, en su caso particular, escribiera la carta a sus padres. La niña simplemente no deseaba realizar la actividad. Permaneció sentada y en silencio por el resto de la clase.

Antonella, emocionada por su primera vez, escribió el borrador con entusiasmo. Luego de ser revisado por la profesora, quien le corrigió algunos errores de ortografía y puntuación, quedó así:

Querido Niño Dios:

Soy Antonella y quiero darte las gracias por los regalos que me has dado. Mi mamá me dijo que ella te ha escrito las cartas antes, pero ésta te la estoy escribiendo yo. Me he portado muy bien en este año y quisiera pedirte un piano de regalo. Me gusta mucho escuchar a mi profesora cuando toca el que tenemos aquí en la escuela y quiero aprender a tocarlo también.

Mi mamá me ha dicho que tú vas y dejas los regalos. ¡Así que te espero en casa!

Antonella


La maestra pidió a los niños que entregaran las cartas a los padres para que ellos las llevaran a la oficina postal. Antonella salió entusiasmada con el trabajo académico de aquella jornada. Gladys, que la esperaba afuera, se contagió de su alegría al verla. Abrió sus brazos y abrazó fuertemente a su hija. La niña tenía la hoja en la mano.

―Mira mami, esta es la carta que le escribí al niño Dios. La profe me pidió que te la entregara para que tú se la lleves.

Gladys la leyó y se sorprendió con el contenido.

―¿Esto lo hiciste tú? De ahora en adelante me vas a ahorrar el trabajo de escribirla ―le dijo sonriendo― ¡Mañana mismo se la llevaré!

Al día siguiente, que era sábado y Antonella no debía ir a la escuela, Gladys pidió permiso en su trabajo. Fueron a la oficina postal, diligenciaron un formulario y enviaron la carta.

―Ahora debemos esperar a que la lea y te deje el piano en la casa ―dijo la mujer.

A medida que se acercaba el 25 del mes, en la mente de Antonella habitaba una dualidad de pensamientos: por un lado, quería ver al Niño Dios aparecerse en su casa cuando le dejara el piano. Por otro, las palabras inconclusas de Verónica la perturbaban. “¿Por qué se rio cuando le hablé del Niño Dios? ¿Por qué dijo que todo esto era mentira? ¿Por qué no quiso escribir la carta?”, eran algunas preguntas que le taladraban su mente. Se dispuso a liberarse de aquella perturbación y decidió resolverlo por sí misma. Estaba decidida: este año esperaría al Niño Dios para poderlo ver con sus propios ojos.

Todas las noches, y con el beneplácito de las vacaciones escolares, Antonella permanecía despierta en las noches y madrugadas y, apenas se asomaba el sol, se iba a descansar. Su mamá dormía en una habitación contigua y esto le representó una ventaja, pues no notaría sus vigilias. Desde la puerta de su habitación, que mantenía entrecerrada, Antonella se quedaba vigilando el árbol durante horas. En ocasiones, el sueño parecía vencerla, pero su deseo de descubrimiento era superior y le devolvía su estado de alerta.

El tiempo transcurría y, ante la carencia de evidencias, sus esperanzas se iban diluyendo. Eso la desilusionaba. Pero en la noche del 24, su espera fue recompensada. Era alrededor de la medianoche. Una figura humana, que no logró percibir concretamente debido a la oscuridad reinante en casa, entró por la puerta principal. La primera impresión que le causó fue su tamaño. Le pareció muy alto para ser el Niño Dios. Pero, ¿quién más podría ser? A su mamá la había visto entrar en su habitación alrededor de las nueve. No había dudas en su razonamiento: era él. El Niño Dios caminó sigilosamente, con un silencio de sepulcro, quizás para evitar que notaran su presencia, y se arrodilló ante el árbol. En sus manos tenía un paquete de forma rectangular forrado en papel regalo, que colocó en la base.

Antonella no pudo contener su emoción al verlo en persona. “¿Será que voy y lo saludo? ¿O mejor que me deje el regalo y se vaya?”, consideró como opciones. Su pequeño corazón palpitaba aceleradamente y sus manos humedecieron el marco de la puerta. Dio un salto de emoción y, al caer, sus pies hicieron sonar las baldosas. El Niño Dios se turbó y se dirigió hacia donde había escuchado el ruido. Presa del miedo que ahora tenía, Antonella corrió a la cama y se arropó ágilmente. Entrecerró los ojos para fingir que dormía. El Niño Dios entró en la habitación, la miró durante unos segundos, como asegurándose de que todo estuviera bien, cerró la puerta y se devolvió a la sala.

Pero la curiosidad de Antonella era superlativa y lo último que quería era quedarse dormida. Aquella era una oportunidad única que no podía perder. Se levantó de nuevo y abrió cuidadosamente la puerta. Miró hacia el árbol y vio al Niño Dios acomodando el obsequio. Al terminar, fue a la cocina. “¿Qué va a hacer allá? ¿Será que le dio sed?”, se preguntó Antonella. El deseo de conocerlo terminó por vencer todas sus anteriores precauciones. Abrió la puerta en su totalidad y caminó con firmeza hasta el árbol. Tocó el regalo y sintió las teclas del piano que había pedido.

―¡Hola, Niño Dios! ¡Gracias por el piano!

El Niño Dios se detuvo y no supo qué hacer. Su respiración comenzó a rebotar en las paredes. Dio dos pasos, como queriendo escapar, pero luego se detuvo. Parecía estar dominado por el nerviosismo. Antonella caminó hacia él con una confianza inexplicable. Quería darle un abrazo.

―No deberías verme ―dijo el Niño Dios con una voz infantil que parecía fingida.

―¿Por qué no? ¡Quiero conocerte! ―exclamó la niña.

El Niño Dios no contestó. Para Antonella, el momento de verlo había llegado. Puso su mano en el interruptor y la oscuridad abandonó la casa. Verlo le causó una gran sorpresa. Quiso expresar su confusión, pero se abstuvo y dejó que el instante fluyera sin palabras. Por un instante, quiso reclamarle, pero al mirarlo comprendió algo que nunca había sentido antes. Las lágrimas corrieron por su rostro, no por decepción, sino por gratitud. La figura, ahora descubierta, quiso explicarse, pero no encontró palabras para tal fin. Antonella lo abrazó. Se quedaron así, sin decir nada, para que el silencio se encargara de expresar todo lo que fuese necesario, o, tal vez, para que las explicaciones verbales no tuvieran cabida.

Antonella descubrió que tenía una imagen errónea de él. Definitivamente, no era como aquel que estaba en su salón; el pequeño y débil infante al que le hacían oraciones y le cantaban canciones. El suyo era una mujer, mucho más alta que un niño promedio y se llamaba Gladys. Desde entonces, cada vez que alguien le pregunta por el Niño Dios, Antonella sonríe y describe a su mamá.

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