El neurólogo se desplazaba con la batuta por la imagen mientras les hablaba a sus estudiantes de la especialización. La tomografía mostraba un cerebro cuya corteza e hipocampo presentaban una contracción extrema. Los ventrículos, por su parte, estaban dilatados. Helena observaba la escena a través del cristal de la ventana. Sus ojos expresaban una creciente angustia. En el fondo lo sabía. Sólo era cuestión de esperar a que el doctor terminara la reunión para confirmarlo.
―La señora Graciela presenta etapa tres de Alzheimer ―le dijo al salir―. Lastimosamente, no hay cura para esta enfermedad. Brindaremos todas las atenciones para que ella lo sobrelleve de la mejor manera.
Los estudiantes consolaron a Helena con la mirada a medida que abandonaban la sala de juntas. Ella mantuvo contacto visual con algunos, luego hizo lo mismo con el médico y le dio las gracias. Inclinó su cabeza y algunas de sus lágrimas se estrellaron en el suelo del hospital. Caminó, como arrastrándose, hasta llegar al ascensor.
En casa, y con voz titubeante, les contó a Yelitza, William y Juan, sus hijos. Ellos, quienes eran su apoyo en la alegría y la adversidad, acompañaron desde su silencio la aflicción de su madre.
Graciela no era una mujer cualquiera para Helena. La conexión entre ambas había sido profunda desde el origen de sus tiempos. Debido a ese instinto maternal que la caracterizaba, incluso para hacerse cargo de hijos ajenos, Helena consideraba a su hermana como su hija mayor. Estuvo presente en todos los vaivenes de su vida y, siendo ya adultas, la acogió en la intimidad de su hogar luego de que Graciela fracasara su relación matrimonial. Graciela no tuvo hijos. Su descendencia eran los de Helena, a quienes cuidó desde pequeños. Por esto, Helena sentía que tenía una deuda impagable. Por algunos años, y luego de una discusión de la que no es ajena ninguna relación filial, Graciela vivió con Eliana, otra de sus hermanas. Con ella no halló comodidad y armonía en la convivencia. Decidió, después de un largo proceso de reconciliación, devolverse para estar al lado de Helena por el resto de sus días.
Los primeros episodios parecían triviales, tal como cuando se olvida algo debido a las múltiples funciones e información que procesa y retiene el cerebro. Olvidaba hechos recientes, pero tenía una excelente memoria para recordar aquellos lejanos. La preocupación fue acrecentándose a medida que los sucesos de olvido eran más recurrentes e intensos. Las páginas del libro de su memoria fueron desgastándose alarmantemente y Helena decidió llevarla al médico general, quien a su vez la remitió al neurólogo.
A pesar de su diagnóstico, Graciela continuaba teniendo autonomía en el desplazamiento. En las madrugadas, se levantaba para ir al baño. En ocasiones encendía la luz; en otras olvidaba hacerlo y caminaba en la oscuridad. El suelo tenía desniveles y debía escalar peldaños. No sería sino hasta una mañana, de esas en las que Helena no perdía su mirada de la olla exprés mientras hacía el almuerzo, en que Graciela tuvo su primer accidente. William, quien era profesor y daba una clase en línea, fue el primero en escuchar los gritos. Al girarse, vio a su tía tumbada bocarriba en el piso de su habitación. Pidió excusas a la estudiante con quien estaba y se apresuró a atenderla. Helena vociferó confusa preguntando qué había sucedido. Nadie supo cómo cayó, probablemente trastabilló y perdió el equilibrio. Yelitza fue en su auxilio. Los tres la levantaron y la acostaron. Helena llamó a Juan, quien rápidamente llegó. Ante la incesante sensación de dolor, la trasladaron a urgencias.
―Su tía se fracturó el fémur derecho― escribió Helena en el grupo de WhatsApp de la familia horas después.
Helena, quien para entonces tenía 72 años, pasó muchas noches en vela. Según las políticas de la clínica, era obligatoria la presencia de un acompañante permanente. En ocasiones la reemplazaban Juan o su suegra. Graciela vivía en estado de sedación debido a los medicamentos que le suministraban. Se alimentaba poco y su semblante comenzó a preocupar a todos. Lucía demacrada, sus ojos se marchitaron y los músculos comenzaron a desprendérsele de los huesos. Su incapacidad para hablar incrementó y la incoherencia de su discurso se fue haciendo más evidente. La cirugía del fémur, que debió haberse hecho un par de días después de su ingreso, había sido aplazada debido a una infección urinaria que le detectaron. Luego de la aplicación de antibióticos y la posterior eliminación de la bacteria, fue intervenida. Allí permaneció un mes.
En el hogar, todo era un reino vacío durante los primeros días de hospitalización. Helena había constituido una sociedad matriarcal en la que los oficios domésticos no eran funciones propias de sus hijos. Las circunstancias forzaron el aprendizaje. Yelitza, William y Juan se encargaban de la limpieza y la preparación de las comidas. Hacían los desplazamientos necesarios y compraban los medicamentos y productos para el cuidado de su tía.
Graciela no reconoció su vivienda cuando regresó. Gritaba desesperadamente que la llevaran a su casa. Helena le explicaba que allí se encontraba y luego de bajarla a la silla de ruedas con la ayuda de sus hijos, la paseaba por los cuartos, en especial aquel donde ella dormía, le mostraba la lora y los pájaros que alimentaba. Esto la tranquilizaba hasta el día siguiente, en el que retornaba su angustia. No volvió a caminar. Helena se levantaba temprano, la aseaba y le cuchareaba el desayuno. En el transcurso de las mañanas, Graciela quedaba sola y la desesperación se apoderaba de ella. Llamaba constantemente a su “mamá” o a la “señora”, como ahora se refería a Helena.
―¿Qué pasó, mija?― le decía Helena con el ceño fruncido.
―No se vaya…
―¡Estoy haciendo el almuerzo! ¿Quién lo hace entonces?
Graciela la miraba fijamente, luego desviaba sus ojos hacia las sábanas, que manipulaba como si las estuviera tejiendo y, rezongando, decía palabras que eran ininteligibles.
Días después, a Graciela se le endureció la parte baja del abdomen. Se quejaba constantemente. Helena pensó que se trataba de una intoxicación. La llevó al hospital y le informaron que se trataba de orina acumulada en su vejiga. Le drenaron el líquido y fue dada de alta. Al día siguiente tenía la misma protuberancia, tal como si estuviera embarazada.
―A la señora Graciela se le olvidó orinar― explicó el médico de turno que la atendió.
―Doctor, pero yo no puedo estar viniendo todos los días a que le saquen los orines. Mire lo anciana que estoy para estar cargando con ella― contestó Helena visiblemente irritada.
―Tranquila, le pondremos una sonda vesical.
La sonda era cambiada cada mes y el olor de su orina, que al parecer volvió a presentar infección, era incómodo para quienes habitaban con ella.
Helena lograba descansar solamente cuando Graciela se quedaba dormida. El dilema entre dedicarse plenamente a ella o hacer las labores del hogar invadió su cabeza. Reflexionó sobre el carácter machista en la crianza de sus hijos, pero concluyó que era tarde para darse golpes en el pecho. Su resiliencia y lo que quedaba de su fortaleza física terminaron por convencerla que, a pesar de ser un reto considerable, podía lidiar con todo.
A Graciela le alquilaron una cama hospitalaria con el fin de facilitar su manejo. Inicialmente, pagaron tres meses de alquiler, pero después de analizar que su situación “iba para largo”, la familia decidió comprarla. A pesar de que el dinero escaseaba luego de tantas adquisiciones, era una segunda progenitora para sus tres sobrinos y el amor que sentían por ella era superior a los gastos que demandaba.
Helena dormía poco, perdió varios kilos y los surcos de su rostro se acentuaron. Las personas que la conocían se extrañaban al verla y, careciendo de toda prudencia, le preguntaban abiertamente qué sucedía. Ella les contaba superficialmente porque no le gustaba que la gente supiera de su vida. Aquel hermetismo impidió que pudiera desahogarse plenamente. Era desconfiada, aborrecía a los psicólogos y no creía en consejos diferentes a los dados por Yelitza, William o Juan. La mayor parte del tiempo estaba sola con su hermana debido a las ocupaciones laborales de sus hijos. Cuando ellos podían acompañarla, bañaban y paseaban a Graciela en la silla de ruedas.
El Alzheimer continuaba colmándole de niebla la mente de Graciela. Carecía de conductas agresivas, pero la alteración de su sistema nervioso terminó por perturbar a todos. La totalidad de los nombres de quienes vivían con ella se le desvanecieron y empezó a llamarlos por otros que no correspondían a sus identidades.
―¡Cómo es esta enfermedad de berraca! ―reflexionaba Helena― Dizque diciéndole Genaro a William, ese hermano que nunca le ayudó en nada…
El discurso de Graciela se deterioró hasta la imposibilidad de entendérsele lo que decía. Permanecía en una desbordante ansiedad y las pocas palabras que se le comprendían eran repetitivas e incoherentes.
―Señora, señora, señora, mire, mire, mire, los ladrones, los ladrones, los ladrones, ¡mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!…
Los hijos de Helena consideraron la opción de asilar a su tía en un hogar geriátrico. Su madre rompió en llanto cuando le expresaron lo que tenían en mente.
―Su tía se me muere por allá… ―les respondió llorando amargamente.
William le insistió. Helena se mantuvo inflexible en su aseveración. En un acto que distanciaba de todo egoísmo, sobrepuso el amor a Graciela al que sentía por ella misma y como punto final decidió que su hermana se quedaría a su lado hasta que “Dios se apiadara”.
En las noches, después de que Graciela conciliaba el sueño, Helena se encerraba en la habitación a orar. Desde la sala, se oía llorar durante sus rezos. En la orilla del lago de sus lágrimas, hacía un esfuerzo sobrehumano para entender la lógica con la que Dios operaba en su existencia. “¿Cómo una mujer tan buena ―se preguntaba― alguien que no había hecho mal alguno, estaba viviendo esas desgracias?” No comprendía por qué las hacía padecer así. Le reclamaba que ninguna de ellas lo merecía. Navegaba en el sentimiento ambiguo entre desear que ella mejorara o que su muerte, como en una especie de luto anticipado, la liberara de todo sufrimiento.
Una tarde, como a manera de consuelo, Dios pareció escuchar las súplicas de Helena. Graciela la llamó.
―¿Dónde está mi hermana, mi hermana, sí, mi hermana…ha sido muy buena conmigo? ―Comenzó diciéndole.
―¿Cuál hermana, mijita?
―¡Pues ella!, ella, mi hermana, mi hermana, ¿dónde está?, No la volví a ver…
―Pero, ¿cómo se llama su hermana? ―Preguntó Helena con el corazón en la boca.
Graciela le taladró los ojos, permaneció en silencio durante algunos segundos y se aferró a los últimos focos que le quedaban encendidos en su cabeza.
―¡Pues Helena…! ―Le replicó con asombrosa lucidez.
Helena, asombrada por la enigmática intermitencia de su memoria, no pudo contenerse.
―¡Soy yo, mija, su hermana Helena!
Se fertilizaron en un abrazo y ambos rostros se humedecieron.
Los escasos momentos de regocijo eran minimizados por aquellos angustiantes. Las diligencias en la EPS la absorbían. Helena permanecía horas en medio de torres de órdenes médicas, adherida al teléfono para obtener las citas con los profesionales que trataban a Graciela.
―Llame el otro mes, no hay agenda ―le decían desde el otro lado de la línea.
Recordaba las palabras del neurólogo cada vez que le era denegada una solicitud: “todas las atenciones…” “sobrellevar de la mejor manera…”. Luego suspiraba profundamente y expulsaba con fuerza un aire caliente de su nariz. La cita con el neurólogo era la más urgente y la más difícil de obtener. El seguro proporcionaba algunos remedios, otros estaban agotados y era menester esperar hasta el mes siguiente. Consideró la opción de tutelar. Quería solidarizarse con la inversión económica que habían hecho sus hijos y, ante todo, garantizarle a Graciela su derecho a la salud. Los entendidos en el tema que la conocían le sugirieron que podía obligar a la EPS para que le asignaran un cuidador permanente y así aliviar su carga. Sin embargo, ante el abrumador proceso de papeleo y la espera indeterminada para que el caso saliera a su favor, período en el que Graciela incluso podría fallecer, abandonó la idea de hacerlo.
Su espalda comenzó a encorvarse debido a la fuerza mal aplicada para atender a su paciente. El dolor en su cintura era intenso e inició a usar un bastón para apoyarse. Las pocas horas que dormía eran interrumpidas por los llamados de Graciela durante la madrugada. En el génesis de las mañanas, Helena despertaba malgeniada y con ánimos de discutir con todos los que se le atravesaran. Sus hijos escuchaban pacientemente sus maldiciones y sus quejas, luego se excusaban porque debían trabajar. Ella continuaba hablando sola en la cocina. De aquella mujer robusta y enérgica de épocas pretéritas sólo quedaban sus retratos esparcidos por la casa. Comía a deshoras y la hernia de hiato que desde joven padecía le desencadenó problemas gastrointestinales. Lo poco que consumía la ponía “para morirse”, como solía decir. Empezó a tomar píldoras cuyos efectos secundarios le alteraban su sistema nervioso. Su cabeza empezó a balancearse involuntariamente.
―¿Por qué tenía que darle esto a mi flaca estando yo tan vieja y enferma? ―Se lamentaba.
Se volvió irritable hasta el punto de no poder sostener una conversación amena con nadie. Su frustración la fue acobijando de tal manera que terminó sumergiéndola en un mundo carente de soluciones. Ahora, todo en su vida estaba colmado de problemas. Ocultaba su consecuente depresión en los múltiples quehaceres de su vida diaria. William la contemplaba disimuladamente a la hora del desayuno. Su madre parecía extraviarse en una especie de horizonte sin fin mientras algunas lágrimas desfilaban por su rostro. Luego, volviendo en sí, se las limpiaba y continuaba sus quehaceres. Su tiempo libre se esfumó. Le insistían que debía refrescar su mente con unos días de descanso en su pueblo natal, pero los rechazó. Mantenía una firme convicción de estar ahí para Graciela permanentemente. William le había prometido unas zapatillas en navidad, pero pasados dos meses, no habían ido a comprarlas.
―Cuando haya tiempo, hijo.
Transcurrido un año, la enfermedad seguía su curso degenerativo. Irónicamente, los demás órganos de Graciela tenían un aceptable estado para su edad. Su vista y su escucha eran envidiables. Las piernas, aunque esqueléticas, le hubieran permitido caminar sin problema si no fuera por el puente derrumbado que existía entre ellas y su cerebro. Su fémur estaba completamente recuperado. Todo su cuerpo, excepto su cabeza, era funcional.
Una tarde calurosa, Graciela llamó insistentemente a su “mamá”. Helena estaba solicitando una cita para que le trataran la escara que le había salido en la parte inferior de la espalda. Interrumpió la llamada y se dirigió a la habitación. Al entrar, el olor de la orina era nauseabundo.
―¡¿Qué necesita?!
―¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!
―¡Aquí estoy! ¡¿Qué pasó?!
―¡Venga, señora! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga!
―Pero, ¡¿qué es lo que quiere?! ¡Aquí estoy! ―Le dijo con un tono de voz agudo.
―¡Camine! ¡Camine! ¡Camine! ¡Ay, Dios mío! ¡Virgen Santísima!
Súbitamente, Helena se silenció y sus pupilas se dilataron. Era como si la hubiesen desconectado del mundo. Por su mente desfilaron su cansancio, Dios y su lógica, la EPS y sus agendas y la cena que empezaba a quemarse. William, quien se encontraba en su habitación orientando una clase, la escuchó gritar. Inicialmente sintió confusión, luego miedo. Corrió a la cocina, apagó el fogón y avisó a sus hermanos. Los tres rodearon a las mujeres como si de un funeral se tratara. Ríos caudalosos mojaban sus mejillas al escucharlas.
―¡Venga! ¡Camine! ¡Camine! ¡Allá! ¡Allá! ¡Los ladrones! ¡Miren a los ladrones! ¡Dios mío! ¡Ay, Virgen Santísima! ―gritó Graciela.
―¡Señora! ¡Señora! ¡Señora! ¡Venga! ¡Camine! ¡Ay, Dios mío! ¡Allá! ¡Camine! ¡Los ladrones! ¡Virgen Santísima! ―replicó Helena.
😔
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