No te importó que estuviera solo e ingresaste al salón. Lograste desconectarlo de su computador con una conversación lejana de lo trivial: Filosofía, literatura, historia, tus actividades múltiples y tu tiempo escaso. Así, terminaste por encantarlo. Tenías que irte, pero no deseabas que aquel instante careciera de trascendencia. Le compartiste tu número. Ahora lo lees en la pantalla de tu teléfono y sonríes, pero te detienes ahí y lo admiras en silencio. Sabes que es poco lo que puedes hacer con tu corazón tan arraigado a otro hombre.
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