Prelingüístico

 

Había decidido dejarlo todo en el olvido, pero últimamente sentí la imperiosa necesidad de contarlo. Quizás porque en la escritura he hallado una especie de liberación, una manera de exteriorizar esos testimonios que quieren liberarse de la prisión en que están. Para el hombre que soy ahora; escéptico y bastante racional, alguien que endiosa la ciencia; existen eventos que representan una amenaza a mi visión de las cosas. Llevo varios años dándole vueltas a asuntos que perturban mi manera de ver el mundo. Por ahora, siguen siendo parte de enigmas al que mi raciocinio no tiene acceso.

Nací en el año de 1985 en el seno de una familia tradicional que puso un superlativo énfasis en mi educación. Mis estudios primarios los cursé en el Colegio de la Valvanera, una escuela al sur de Neiva que, después de tantos años, continúa besándole los pies al Río Magdalena. Recuerdo con mucho cariño a doña Vilma, su fundadora y primera rectora, por su fuerte carácter y, en especial, por sus ejercicios de divisiones con cifras que desbordaban la frontera del tablero de tiza.

En 1992 hacía segundo grado y nuestra profesora se llamaba Olga. Era evidente que amaba su oficio porque lo ejercía con una pasión desbordada. Admiraba su forma de enseñar y esa sonrisa indeleble que siempre se le garabateaba en el rostro. Era amable con todos nosotros, en especial con Helena y conmigo, quienes éramos los más participativos en sus clases.

Helena tenía cabello dorado y enroscado, el cual simulaba un par de toboganes. La albura de su piel era similar a una enorme pista de esquí y sobre su pequeña nariz le colgaban dos esmeraldas como ojos. Las líneas de sus rosados labios eran delicadas y cuando sonreía, el brillo de sus dientes bastaba para iluminar el salón. Además de su intelecto y belleza, tenía un carisma que jugaba a su favor.

Percibía que era muy solitaria. Era probable, ahora que lo pienso a mis 40 años de existencia, que su presencia causara envidia y mis compañeros optaran por segregarla. En los descansos, que en aquella época eran verdaderos momentos de socialización, demoraba una eternidad con mi lonchera porque me dedicaba a contemplarla debajo del árbol de mamoncillo que había en el patio central. Sus ojos se sumergían en un profundo análisis mientras veía a otros niños jugar. Era una conducta peculiar, como si en su mente estuviera analizando sus conductas. Eso le daba cierto aire de misterio. Pero mi condición de infante no le daba tanto análisis al asunto y pasaba por alto tales interpretaciones psicológicas que hago en este momento.

Aparte de ser los compañeros de salón más destacados académicamente, fueron escasos los momentos auténticos que compartí con ella. Rebobino mi memoria al escribir y no hallo remembranza alguna jugando o compartiendo más allá del aula. Sólo hacen eco algunas pocas palabras intrascendentes que intercambiamos.

Una mañana de junio, pocos días antes de las vacaciones de San Pedro, la profesora Olga ingresó al salón con los ojos inundados de lágrimas. Tenía dificultad para mantenerse en pie, se sentó y cubrió su rostro con las manos. Así se quedó por varios minutos. Nosotros no sabíamos qué decir ni qué hacer. La observamos en silencio e intercambiamos miradas confusas. Luego se secó el llanto, respiró profundo y nos dijo con voz ondulatoria:

—He llamado a sus papás para que vengan por ustedes. Su compañerita Helena sufrió un accidente y no volverá al colegio. Seguirá tomando clases desde el cielo.

Yo tenía un vago concepto de la muerte (de hecho, lo sigo teniendo). Mis padres habían sido poco abiertos con el tema, quizás por mi limitado entendimiento a mis siete años. Todo lo que sabía era que al morir nos íbamos a un cielo con árboles, ríos y pajaritos donde todo era más hermoso que aquí. Así interpreté el fallecimiento de Helena. No lloré ni sentí dolor. Simplemente me hice a la idea de que se había ido de viaje y que nunca volvería. La mayoría de mis compañeros lo tomaron de la misma manera, pues no recuerdo haberlos visto conmovidos en exceso con la noticia.

La profesora Olga estaba visiblemente afectada. Helena era su alumna favorita. Su dolor era evidente y a medida que los acudientes nos recogían, se le dificultaba sostenerles la mirada. Cuando mi papá llegó por mí, la profesora me llamó por mi apellido y me entregó.

Al día siguiente fuimos todos al velorio. El lugar no tenía ningún toque de aflicción sino de alegría, pues vi una especie de jardín repleto de flores coloridas. El ataúd se encontraba en la mitad de la sala y a su lado había una foto de Helena sobre un pedestal. Quien la tomó seguramente quiso inmortalizar su esencia, la luz que de ella emanaba. Me acerqué al cadáver y pude notar en su cara las cicatrices maquilladas de los golpes que había recibido. Nunca supimos lo que le había sucedido, quizás porque nuestras edades no eran aptas para escuchar los detalles. Sólo recuerdo oír a lo lejos una conversación de esas donde nunca falta la pregunta inoficiosa:

—¿De qué murió?

—La atropelló un camión.

A Helena le pusieron un vestido en encaje, de esos tan comunes en aquel entonces, medias y zapatos blancos. Su cabello lo dividieron en dos moñas que dejaron una especie de cañón en el centro de su cabeza. Pensé en la última vez en que había visto sus ojos verdes y me abandoné por unos instantes buscando aquella escena. No la encontré y me resigné a contemplarla en silencio. Había más personas detrás de mí haciendo fila para despedirse, así que me apresuré para darles espacio.

—Chao —le dije en voz baja.

La vida en la escuela cambió. La profesora Olga extrañaba a su estudiante más participativa y el entusiasmo con que enseñaba no era el mismo. En ocasiones, lucía desconcentrada o confundida con la información que daba. Yo trataba de compensar el silencio en el salón, aunque en ocasiones me era limitado el número de intervenciones para que mis compañeros pudieran hacerlo. Comía más rápido en los recreos porque ya no tenía quién me distrajera. Mi vida se volvió algo más rutinaria, sin la maravilla que representaba la contemplación de la ahora difunta.

Al cabo de un par de meses del regreso de Helena a la fuente, reposaba en mi cama, pero no tenía sueño. Era una noche normal, de esas en las que tenía que madrugar para ir a estudiar. Me quedé mirando al techo mientras esperaba que me entraran ganas de dormir. Pasada una hora, papá apagó el televisor, la luz de la sala y se fue a su habitación. Yo compartía la mía con mi hermano Jhon, quien ya dormía plácidamente. La oscuridad invadía todo y un grillo se resistía a quedarse callado. Me sentía desesperado con su estrepitosa melodía.

Cuando la somnolencia se apoderaba de mí, vi cómo nuestra habitación se iluminaba gradualmente con una luz blanca. Procedía del corredor e iba in crescendo. Oí unos pasos que aumentaban en la intensidad de su sonido. Mis ganas de dormir desaparecieron y tomé la decisión que toman muchos niños para protegerse ante un eminente peligro en las noches: cubrirse con la sábana. La transparencia de la prenda me permitió percibir que la luz moldeaba una figura humana. Se ubicó justo en la puerta y se quedó estática. Miré a mi hermano y me sorprendió que la luminosidad no lo despertara. El grillo dejó de hacer su ruido. Tomé valor y me senté en la cama. Me quité la sábana lentamente hasta dejar solamente mi cara cubierta. Mi corazón latía apresuradamente, pues nunca me había sucedido algo así. Hasta donde sabía, las personas no brillaban de esa manera. La figura permanecía inmóvil, pero su mirada era fija y penetrante. Me deshice totalmente de mi escudo.

—¡Helena! —dije emocionado— pensé que no volverías.

Físicamente, no era exactamente la Helena que había conocido. Aunque lucía las mismas prendas del día de su entierro, su piel brillaba como si sobre ella tuviese toneladas de escarcha plateada. Sus pretéritos ojos verdes y su cabello rubio era blanco y luminoso.

Helena permaneció inmóvil durante un largo tiempo y yo comenzaba a desesperarme. Estaba a punto de pedirle que me dijera algo cuando abrió sus labios:

—shlum, ata rotza leshchak iti?

No sabía si mi limitado español para la edad que tenía me estaba jugando una pasada o si se trataba de una lengua extranjera.

—No te entiendo, ¿qué me estás diciendo?

Helena parecía hacer un esfuerzo sobrenatural para hacerse entender, pero todo lo que decía era incomprensible para mí. Se veía desesperada, como si estuviese obligada a hablar de una manera que no era la suya, en contra de su voluntad.

—variémai polý

En mi infantil memoria sobrevivieron esas dos frases. Las grabé como ella las pronunciaba, mas no tenía la más remota idea de cómo se escribían ni mucho menos qué significaban. Seguía insistiéndole en que me hablara en español, pero no lo hizo. Todos en casa dormían, a pesar del alto volumen con que me comunicaba con Helena y de la brillantez de su presencia. Eso me causó un gran asombro, pero no era tan racional en aquel entonces para indagar sobre el fenómeno.

Al verse impedida para comunicarse, Helena decidió usar su lenguaje no verbal. Se acercó y me extendió su mano. No me invadió ningún temor y actué con la mayor naturalidad posible. Me levantó y me llevó a la sala. Allí nos sentamos y, moviendo su brazo derecho, me pidió que prendiera el televisor. Le respondí que posiblemente eso despertaría a todos, pero ella insistió. Seguí su indicación y vimos algunas caricaturas. Ella se carcajeaba con algunas de las escenas. Hacía comentarios, pero fue su sonrisa el puente que unió nuestras orillas. Al cabo de un par de horas, se levantó del sillón, dijo algo que supuse era su despedida, y caminó hacia el corredor. Su luz se fue desvaneciendo poco a poco hasta desaparecer al llegar al patio. Me sentía cansado y, luego de regresar a mi cama, el sueño me venció pocos minutos después.

Helena se me aparecía todas las noches en las que no tenía sueño. En ninguno de nuestros encuentros habló en español. Llegué a la conclusión de que ese era el idioma (¿los idiomas?) que la gente adquiría después de muerta y que debía esforzarme por entenderla. Curiosamente, cuando le replicaba en mi lengua, ella lograba comprender. Si bien su pasatiempo favorito era ver la televisión (le encantaba Tom y Jerry y Popeye), hacíamos otras cosas como jugar con muñecos sobre mi cama, correr por la casa, patear la pelota o montar bicicleta en el corredor. Naturalicé el hacer ruido a aquellas horas, pues sabía que no lograría despertar a nadie. Nuestros encuentros se extendieron hasta 1995, año en el que terminé mi educación primaria en La Valvanera. No la volví a ver, quizás porque entraba en mi preadolescencia y la razón empezaba a hacer su aparición y a apoderarse de mí. Probablemente, Helena no deseaba que yo empezara a cuestionarme sobre la naturaleza extraña de sus apariciones.

En 1996, inicié mis estudios secundarios en el Instituto Técnico Superior. Por poco me quedo sin estudiar en aquel colegio porque a mi mamá se le hizo tarde para comprarme el formulario de inscripción.

—Por estar haciéndoles la jartadera —se quejó.

Roté por los ocho talleres que había y me decidí por el de Construcciones Civiles. Fue en aquel año, mientras cursaba grado sexto, en que tuve mi primer contacto con la lengua inglesa. En aquel tiempo, las clases de idioma extranjero comenzaban en grado sexto, no en la escuela primaria. Mi primer profesor se llamó Serafín Medina, un señor bastante alto y de piel blanca. Su hija Damaris fue igualmente una de mis profesoras años más adelante. Las clases me sirvieron para darme cuenta que tenía habilidad en esa asignatura: Terminaba rápidamente los ejercicios que me asignaban, los profesores me nombraban monitor de clase, ayudaba a mis compañeros y, también debo decirlo, daba copia a algunos durante evaluaciones o tareas, en ocasiones a cambio de dinero o comida.

Mi contacto formal con una lengua diferente a la materna y la maduración de mi consciencia como adolescente me hicieron indagar, cuestionar de cierta forma, sobre mi experiencia con Helena en la niñez. Traté de encontrar alguna relación entre lo que ella decía y el inglés, sin resultados fructíferos. Anoté en una hoja de papel las dos expresiones que recordaba. Lo hice siguiendo la fonética del español:

“shlum, ata rosa lechak íti?”

“bariémai polí”

Las pronunciaba varias veces y pensaba “eso no es inglés”, “¿qué idioma será?” Gran parte de mi adolescencia la pasé tratando de identificar la lengua en que Helena me había hablado. La tecnología aún era escasa, el Internet limitado y esto dificultaba mis indagaciones. Neiva era una ciudad con pocas personas bilingües y no había muchas oportunidades de preguntarle a alguien sobre el particular.

Un día de 2001, año en el que finalicé mis estudios secundarios, llegó a mis manos el folleto informativo de la Universidad Surcolombiana. Recuerdo que me encontraba en el taller de Construcciones Civiles junto a mis compañeros de taller.

—Bueno Burgos, ¿qué va a estudiar cuando nos graduemos? —Me preguntó Borrero.

—No sé —le respondí—, aquí hay una Licenciatura en Educación Básica con Énfasis en Humanidades, Lengua Extranjera – Inglés que me llama la atención. Pero yo no me veo siendo profesor.

Luego recordé las palabras de mamá:

—Hijo, toca que elija una carrera en la USCO porque no hay plata para una universidad privada.

Así que la licenciatura de nombre eterno estaba dentro de las opciones. Ser profesor no estaba dentro de mis planes, a pesar de que siendo niño jugaba a eso con mi hermano y mi prima Diana. Pero, en realidad, no era apasionante para mí.

Meses después tuvimos las charlas de orientación profesional. Representantes de universidades de Neiva y departamentos vecinos visitaron nuestro colegio. Nos dieron charlas, repartieron volantes y resolvieron dudas. Uno de los invitados, era el señor Germán Villegas Naranjo. La gente decía que era una eminencia, entre otras cosas, porque era políglota, pero yo no sabía qué significaba esa palabra. Sólo recuerdo, en cierta ocasión, haberla oído en una noticia sobre el Papa Juan Pablo II, quien también lo era. Mas no indagué su significado. Sin pena, levanté la mano:

—¿Qué es eso de políglota, señor? —pregunté.

—Es una persona que habla varios idiomas —respondió el señor Villegas.

Una emoción intensa se apoderó de mí. Sabía que esta era mi oportunidad y, sin más, saqué el papel donde había escrito las frases de Helena. Leí la primera en voz alta:

—“shlum, ata rotza leshchak iti?”

El rostro del señor Villegas se transfiguró. Tenía el semblante de gran sorpresa. Sus labios se entreabrieron y por unos instantes se quedaron suspensos en el tiempo. Un silencio neblinoso inundó la recién inaugurada sala múltiple. La rectora Teresa Polanía de Perdomo le preguntó si se sentía bien y fue quien lo hizo volver en sí. Yo me asusté con su reacción, pues pensé que le había maldecido a su progenitora.

—¿Usted es colombiano?

—Sí señor —le dije extrañado ante tal pregunta.

—¿Usted habla hebreo? ¿Dónde lo aprendió?

No quise responderle porque era seguro que no me creería ni tampoco estaba dispuesto a ser la burla de profesores y estudiantes de las tres secciones de grado undécimo. Preferí leer la otra frase de Helena:

—“variémai polý”

El señor Villegas abrió los ojos como si le fuera a aplicar gotas.

—¡Y por lo visto también sabe griego!

Yo estaba nervioso e invadido por una ansiedad desbordante. ¿Cómo que hebreo y griego? ¡Ni siquiera sabía dónde se hablaban esos idiomas! Mis manos sudaban y la presión de todos mis compañeros y profesores mientras contemplaban la escena me hizo sentir desequilibrado e intranquilo.

—Ahora hablamos —dijo el señor Villegas al verme en aquel estado.

No pude concentrarme el resto de la charla. Quizás había mejores ofertas para hacer mis estudios superiores, pero las ignoré por completo. Al terminar, se me acercó.

—¿Le gustan los idiomas?

—Soy bueno para el inglés, lo estudiamos acá en el colegio y puedo mantener una conversación básica, pero además del español, no domino ningún otro.

—¿Entonces por qué me habló en hebreo y en griego?

—Preferiría no responderle, no me lo creería.

—Cuénteme, tranquilo.

—Cuando era niño, me visitaba el espíritu de una compañera de la primaria y me decía cosas que no comprendía. Lo que le dije ahora es lo que recuerdo. Las anoté en este papel, pero yo no hablo esos idiomas.

El señor Villegas sonrió delicadamente. Evidentemente, no me creyó. Me pidió la hoja e hizo algunas correcciones.

—Esto es hebreo. Ese idioma tiene su propio alfabeto. Se lo voy a escribir. Lo que escribiré al lado es la romanización o latinización, es decir, la conversión de su alfabeto al nuestro.

shlum, ata rotza leshchak iti?

—Haré lo mismo, pero con esta frase que está en griego:

βαριέμαι πολύ = variémai polý

—Debió haberlas visto por ahí —me dijo al devolverme el papel.

No quise entrar en aquella discusión, pero tenía una curiosidad que me asfixiaba y que él podía resolverme:

—¿Qué significan las dos frases?

—La que está en hebreo traduce “Hola, ¿quieres jugar conmigo?” y la que está en griego significa “Estoy muy aburrida”.

Esa corta conversación marcaría mi futura vida profesional. Con la llegada del Internet a mi casa, comencé a consultar sobre estos dos idiomas, el don de lenguas del que habla la Biblia e incluso sobre la posibilidad de que existiesen idiomas oficiales en el reino de Dios. Lastimosamente, no pedí el número de teléfono del señor Villegas y perdí todo contacto con él.

Esto reforzó mi idea de empezar la licenciatura en el 2002. Puedo afirmar, con certeza, de que no me equivoqué. Para mí, los idiomas no son sólo una manera de ganarme la vida, sino una pasión en sí misma. Cada uno de ellos tiene un toque especial. A cada uno le asigno personalidades y los uso según mis estados de ánimo. Me han enseñado que el pensar es diverso y que la concepción del mundo no es absoluta.

Por otro lado, en ocasiones quisiera que Helena volviese a visitarme. Quizás me obligue a ponerme a estudiar hebreo o griego. Sería una motivación más. Pero supongo que ya no vendrá. Probablemente, ya cumplió su misión con su presencia en mi vida. Desearía saber todo lo que me decía. Por lo menos ahora que tengo dispositivos con los que podría grabarla, para así traducir sus mensajes. Si vuelve, les contaré.

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