Tavito


Tan pronto mi hijo me lo presentó, quise su lengua. Era un moreno apuesto. Su cuerpo, carente de todo tipo de esteroides y forjado con una disciplina asombrosa en el gimnasio, alegraba mis tardes cuando iba a casa para hacer trabajos de la universidad. Los interrumpía voluntariamente para ofrecerles algo comer o tomar y dejaba que mi sugestiva y lujuriosa mirada penetrara en sus ojos aparentemente inocentes. Mi ropa, o mejor dicho lo poco que ella ocultaba, también ayudaba a lograr mi cometido. Bajo la excusa del calor intenso, vestía shorts cortos que rozaban la frontera de mi culo con mis muslos y los tops cortos de Hello Kitty realzaban mis senos. Su escote dejaba ver esa profunda y provocativa línea, como un cañón profundo, que los separaba. Pero Gustavo, que así se llamaba, parecía mantener la concentración en sus labores académicas. Mi hijo, indignado, no paraba de reprocharme por mis fachas.

Al cabo de algunas semanas, sentí que me rendía. En el momento en que consideré que no existía ninguna atracción, me topé con la mirada inquisitiva de Gustavo sobre mi figura. Al verse descubierto, tuvo una pena enorme y, nervioso, giró su cabeza para concentrarse en el portátil. También me deseaba y pensé en la forma para quedar solos. La tarde en la que se reunieron para hacer unas maquetas fue la propicia. Mi hijo había olvidado comprar la totalidad de los materiales. La papelería estaba a una hora de distancia y el tiempo que le tomaría comprar todo sumaría otra más. Si Gustavo deseaba estar a solas, algo se le ocurriría. Dejé que resolviera por su cuenta.

—Marica, vaya compre eso. ¿Cómo se le fue a olvidar?

—Acompáñeme, no quiero ir solo por allá…—replicó mi hijo.

—Vaya y yo sigo trabajando en los planos.

Mi hijo lo miró con desconfianza, como si sospechase algún tipo de plan oculto. Tomó las llaves del carro y con cara de pocos amigos abandonó la casa.

Sólo bastó con que cerrara la puerta para que Gustavo me dirigiera la palabra. Fue seco y directo.

—Señora María José, usted está muy linda y qué bien se le ven esas pijamas que se pone.

Mi cuerpo vibró como el epicentro de un tsunami que se desbordó por mis costas.

—Muchas gracias —le respondí.

Pensé en jugar a la mojigata, pero no había tiempo para actitudes infantiles.

—Tú también eres muy guapo.

A Gustavo lo dominó una confianza sorprendente. Se levantó de su silla y ubicándose frente a mí, acercó su pesada respiración a mis labios. Sin más, me besó suavemente mientras deslizaba sus manos por mis brazos y los descendió hasta mi cintura. Lo hacía de una manera sutil, cercana a lo infantil. Esto me generó un sentimiento inicial de paz, de cierta tranquilidad que me relajó. Pero yo deseaba más, no quería tanto romanticismo. Seguía pensando en su lengua, estaba muy ansiosa, pero también debía ser paciente. Recordé que precisamente criticamos a los hombres por ir directamente al grano. De todas maneras, eran muchos años, desde que me separé de mi esposo, en que no sentía la piel de un hombre tocando la mía. Fue un largo tiempo de exclusiva autosatisfacción y de extrañar el contacto ajeno.

A medida que continuaba explorando la geografía de mi cuerpo con sus manos, mis pezones, como dos volcanes, comenzaron a ebullir. Su rigidez le puyaba el pecho y la de su verga, que se le marcaba deliciosamente sobre el jean, mi pelvis. Sin dejarnos de besar, y con los ojos cerrados, danzamos torpemente hasta la habitación. Allí, me lanzó bocarriba sobre la cama y se me abalanzó como un animal deseoso por su presa. Me quitó el short y mi top. No tenía sostén, solamente restaba mi pequeña tanga. En la mesita de noche había aceite de coco y, derramándolo sobre mi cuerpo, me masajeó. Sentí un alivio profundo con sus manos calientes que simulaban un par de aplanadoras sobre el asfalto de mi piel. Esto me hizo imaginar un paisaje fresco en el que solamente teníamos vida él y yo.

Ya mojada, Gustavo posó sus manos sobre mi cuello y lo aprisionó con fuerza mientras me perforaba con la mirada. Luego las bajó hasta mis pechos. Permaneció allí por algunos minutos. Tomó mis pezones con sus índices y pulgares, y masajeándolos en círculos, me besó el abdomen. Descendió sus labios carnosos hasta mi tanga y con sus dientes la quitó. Bajo ella, vi que sintió el irresistible impulso de sumergirse en mi pozo encharcado. Se quitó toda su ropa. La longitud de su pene no era descomunal, pero su grosor me estremeció tan pronto lo imaginé dentro de mí. La boca se me hizo agua.

—No tenemos mucho tiempo —le dije para apurarlo— mi hijo llegará pronto.

Me tumbó boca abajo y posó sus manos aceitosas y su boca en mi espalda. La lamió con mucha entrega, como si se tratara de una paleta que todos chuparíamos con gusto en un día soleado. Reposó su cabeza sobre mis nalgas, como queriendo dormir en ellas, y sentí cómo las mordisqueaba, como si se las quisiera comer. Podía notar en todos sus gestos y movimientos esa ansiedad, ese deseo real de cogerme con mucho placer, sin límites. Abrió mi rayita y sin pudor ni asco, introdujo su lengua en mi ano. Volví a los ojos y mi respiración se entrecortó. Ese bastardo me hizo jadear demasiado con esa lengua ahí. Se la jalaba mientras jugaba con mi trasero. Nunca nadie había pasado su lengua allí. La sensación era espectacular.

Me volteó de un jalón y luego de otra ronda de besos, aterrizó justo donde quería desde la primera vez que lo vi. Inicialmente fue gentil, con movimientos suaves y armónicos. Tenía una habilidad especial para variarlos y una velocidad cambiante que me agradaba. Mi clítoris se hinchó como si le hubiera picado una abeja. Nuestras miradas cómplices se encontraron frente a frente mientras me lo chupaba. Sus ojos, sumergidos en mi entrepierna, así como los de un cocodrilo en un río, me calentaron muchísimo porque me sentí con cierto poder sobre él. Tenerlo sometido, ahí, bebiendo de mi fuente, me excitaba. Con su mano izquierda se masturbaba. Con la derecha escalaba, tocaba las torres de mis pezones y descendía nuevamente para volver a subir por las laderas de mis tetas.

Mi respiración se aceleró y mis gemidos no se hicieron esperar: suaves al inicio e intensos luego de algunos minutos. Temí que mis vecinos, que tienen contacto con mi hijo, escucharan y opté por taparme la cara con una almohada. ¡Qué rico! Finalmente, tenía a Gustavo comiéndome el coñito…mis muslos se tensaron hasta el punto de querer ahorcarlo. Me pidió que lo liberase, pero eso significaba renunciar a mi placer. Ya entrados en gastos, no lo iba a zafar tan fácilmente. Era el prisionero de mis muslos, de mis piernas y de mi clítoris erecto. Mi vientre se contrajo como una piscina de olas, y se meneó como si tratase de la mejor bailarina árabe que existiese. Los vellos de mi piel simulaban erguidas palmeras y la totalidad de mi piel, un puercoespín. Mi cuerpo se arqueó tal como si estuviera poseída por algún tipo de demonio o como un contorsionista. No recordaba esa flexibilidad que tenía cuando me ponían la lengua allí. Gustavo metió dos dedos en mi vagina y con sus yemas simuló un gesto de “ven” dentro de ella. Logró lo que quería: Terminar con sus dedos acanalados e inundados con mi flujo.

Como en un opulento mar de gigantescas olas, el cénit de mi placer iba y volvía con agradable vaivén. Toda mi figura, presa de un calor intenso, generó un cosquilleo desde mi pelvis y se irradió por todos mis puntos cardinales. La tensión de mis músculos era fuerte, como si mis fibras tuviesen la capacidad de estirarse con una longitud infinita. Los dedos de mis pies, tensos, se encorvaron como el más jorobado de los hombres. Intenté contener mi placer con el ánimo de postergarlo, pero la sensación de irresistibilidad me dominó sin remedio. ¡Qué deliciosa sentía esa lengua babosa, ancha y corrugada allí! ¡Qué magníficos esos dos taladros que me decían “ven” en el túnel de mi vagina!

Mis pezones comenzaron a arrojar la lava que contenían y mis contracciones rítmicas e inevitables le salpicaron la cara. Mis jadeos se hicieron más fuertes. La almohada no fue suficiente para contener su ruido. La cara de Gustavo parecía un tomate, pues le estaba cortando la respiración. Me contorneé como una furiosa culebra y mis ojos se desorbitaron. El gran final se acercaba y todo temblaba en mí. Mis espasmos musculares se prolongaron durante casi un minuto. Me vine y el mundo se congeló: mi mente blanqueó y no había respiración, ni tiempo, ni laptop, ni Gustavo, ni yo.

Al volver en sí, me invadió una indescriptible sensación de alivio. Gustavo seguía allí, chupando mi clítoris, y aunque le pedí que se detuviera, pues ya no conseguía lidiar con la hipersensibilidad, continuó zarandeándolo hasta hacer arribar una segunda y gigantesca ola a mi orilla.

Finalmente arribó la calma, una plenitud que, aunque ilusoria, me hizo descansar, una tranquilidad que me alejó de todas mis ausencias y frustraciones previas. Al liberarlo de la presión de mis muslos, Gustavo respiró nuevamente y encaramándose en mí, me besó tiernamente el abdomen, los pezones y los labios. Luego de algunos minutos en los que permanecimos abrazados, sonó su celular. Era mi hijo.

—Ya voy para allá.

Percibí su frustración al contemplar su rostro y su pene aún erguido, ansioso por expulsar su semen. Pobre Gustavo, no podía dejarlo así después de lo que había hecho por mí.

—No vamos a tener más tiempo para…

—Tranquilo —le interrumpí— hagamos algo.

Puse su verga entre mis pies, subí y bajé por ella y mientras lo miraba como su perra, conseguí que su chorro caliente se derramara entre mis dedos. Fue algo rápido para él, estaba ansioso por liberarse. Fui egoísta, la mayor parte del tiempo quien recibió placer fui yo, pero las circunstancias eran adversas.

Mi hijo llegó quince minutos después. Se quejó porque Gustavo no había avanzado mucho con los planos. Terminaron la maqueta.

Quedé muy satisfecha y anhelo con ansias un segundo encuentro. Uno en el que podamos tener más tiempo para explorarnos con más profundidad. Él ya lo sabe: siempre que vaya a casa y me vea con la pijama de Hello Kitty es porque estoy con muchas ganas de que me coma hasta que el plato de mi carne quede bien lamido.

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