Obra finalista del Concurso Internacional de Monólogo - Editorial Etérea
Si existe culpa alguna, es compartida. No deben juzgarme a mí solamente. Tú y las de tu calaña deberían estar aquí en esta prisión también. ¿Por qué me provocaron? ¿Por qué me llevaron a tal grado de confusión? ¿Por qué dijeron ‘no’ en el último instante?
Fui honesto con ustedes. Siempre lo fui. Les hablé de mis miserias. Sabían que el amor era un sentimiento ajeno y esquivo a mis alcances. Desde el génesis de mi existencia tenía la incapacidad para acercármeles. Observaba con impotencia cómo mis compañeros cortejaban con las del salón con una facilidad que no dejaba de asombrarme. En contraste, la torpeza de mis acciones hacia las que me llamaban la atención hacía que se alejaran prontamente y fuera objeto de burlas. ¡Qué limitado era mi lenguaje verbal! ¡Sólo decía torpezas e incoherencias, no hilvanaba palabra alguna que fuera de su agrado! ¿Será que me hizo falta la presencia de mi padre? Quizás ese señor me hubiese enseñado un par de tácticas para que no crecer siendo un analfabeta emocional.
Fui rotando así, de fracaso en fracaso, hasta el portón de mi adultez. Lamenté no tener habilidad alguna para bailar y las oportunidades que consecuentemente perdí con tantas que eran de mi agrado. ¡Qué envidia verlas bailar tan armónicamente con otros! Quise aprender a hacerlo, pero simplemente mis piernas parecían atrofiadas y el resto de mi cuerpo, desobediente a mi voluntad.
Durante años me pregunté qué les había hecho para merecer tanta desgracia, tanto desprecio de su parte. ¿Por qué cada uno de mis intentos se convertía en una frustración más? Pensé que aprendía de cada uno de los errores de mis experiencias pasadas y los evitaba en los siguientes cortejos, pero cada una era tan diferente… ¡Nunca entendí qué diablos era lo que querían! Era como si la aplicabilidad de mis conocimientos no tuviese ese carácter universal del que se ufanan los gurús del romance. Lo que a una le gustaba, a otra le desagradaba. Entonces me dirigí al creador (recuerden que en aquel entonces era muy creyente) y lo cuestioné. ¿Por qué hiciste las cosas tan complicadas? —le reclamé— ¿Por qué las configuraste de manera tan compleja y diversa?
Luego hicieron su arribo mis necesidades sexuales y esto aumentó mi pena. Mis amigos habían probado las mieles de eros en sus años adolescentes y yo, con 23 años, aún cargaba con el estado vergonzoso de mi virginidad. Mi único consuelo era la autosatisfacción que había descubierto por mi propia cuenta. El instinto me enseñó a lograr los corrientazos en mi entrepierna, a tomarlo entre mis manos y estimularlo. Fue un instante mágico de mi vida, una de mis pocas remembranzas alegres. Pero al cabo de un tiempo, mi cuerpo quería más y su paciencia empezaba a agotarse.
—¡Póngase pilas, hermano! —me gritaba.
Consideré tener mi primera experiencia con una prostituta, pero siempre les he tenido fastidio y consideré indigno debutar con una de ellas. ¿Cómo era posible que tuviese que pagar por algo en lo que juntos íbamos a vernos beneficiados? ¿Era justificable que a una vieja de esas se le tuviese que dar dinero por algo que claramente le producía repulsión y asco? ¿Le iba a pagar a alguien que realmente no me deseaba? Además, eso afectaba mi ego. ¿Cómo diablos no podía ser capaz de enamorar a alguien, de conquistarla hasta el punto de la consumación? Pagar era el camino fácil y yo no estaba dispuesto a tal nivel de humillación. A pesar de todas mis desgracias, seguía confiando en mi capacidad de atraer a quien quisiera.
Mas el tiempo, ese maldito río que siempre avanza y nunca se detiene, continuó abofeteándome con el rechazo de ustedes. Continuaron desfilando todo tipo de bastardas: las que me dejaban en visto, las monosilábicas, las que contestaban días después, las que sólo me buscaban para pedirme favores o venderme su “contenido” y otras que sólo fueron transformando ese anhelo amoroso en misoginia.
Comencé a odiarlas. Llegué al punto de no creer en ninguna excepción, pues para mí estaban cortadas con la misma tijera. Puse por encima mi fastidio, ese que se había nutrido de mis fracasos. Nunca más volví a inclinar mi corazón y, consecuentemente, se tejió en mi interior una sed de venganza que buscara compensar el tiempo y esfuerzos perdidos y los rechazos que había acumulado hasta entonces.
Mi cuerpo estaba a punto de estallar. Ya no aguantaba un día más. Hacerlo sólo ya no era suficiente. Aborrecí la rutina de mi mano izquierda, los videos y el papel higiénico. Anhelaba compañía, calor, piel, sudor. Le pedía plazos, pero fue estricto en sus exigencias. Se negó a mis pretensiones. Algo tenía que hacer.
Fue entonces cuando empecé mi carrera artística en la universidad. Cantaba en los eventos que organizaba Bienestar Estudiantil y eso me hizo merecedor de algunas admiradoras. En el fondo, lo hacía porque guardaba la esperanza, así mi condición misógina lo negara, de que mis dotes atrajeran a alguna. Sentía pena por al no tener ninguna pareja a mis 25 años. Y mucho más, vergüenza por carecer de experiencia sexual.
Sin embargo, la vida empezó a compadecerse de mis miserias. El arte me dio su mano. Con algunas intercambiaba mensajes instantáneos, con otras hacía videollamadas y la música era el preámbulo común para profundizar las conversaciones. Pero con nadie logré un nivel de compaginación como con Helena. Mis sentimientos afloraron de una manera natural, sin ninguna intención maligna. Me extravié en los terrenos de tu intelecto, de su mapa del mundo y, naturalmente, de su belleza. Aún siento, en medio de estas paredes malolientes, el aroma de su cabello caoba que simulaba las raíces de un robusto árbol. Su silueta esbelta, derivada de su pasión por el ejercicio, me hacía estremecer. Nos encontrábamos en la literatura, en la música y en las series fatalistas. La fluidez de nuestros sentimientos nos acercó de tal forma que nuestro sendero, aquel que nunca había recorrido, fue abriéndose a medida que abríamos paso entre la maleza.
Por lo menos eso era lo que pensaba al analizar sus acciones, actitudes y comportamientos. Era lo que me demostraba, la evidencia real de que todo estaba marchando sobre ruedas. Por eso aún no puedo creer que me haya rechazado en el momento culminante. Era una noche perfecta. La carpa, el ruido de los grillos, la luna desnuda y la inconmensurable red de estrellas… ¿De qué se podía quejar? ¿No era aquel instante el propicio para que los ríos de nuestro deseo desembocaran en el opulento mar? Sigo sin entender sus empellones, el asco en sus ojos y sus gritos desesperados al hacernos nuestros. No podía darle más espera a mi cuerpo. Llevaba años pidiéndome un estímulo, la posibilidad de explorar el perímetro de una silueta femenina y no le había cumplido. No podía desperdiciar esa oportunidad con alguien a quien inclinaba mi corazón. Por eso ignoré todo: sus gritos, que pensé eran de felicidad, fueron desvaneciéndose en el ambiente hasta sólo escuchar mis gemidos. Me sentía tan complacido sobre su piel, sobre el sudor que emanaba de ella…los grillos hicieron silencio y la luna se ocultó tras las nubes para darnos privacidad. Poco me importó el dolor que me infligía en el pecho con sus uñas, pues me pareció razonable dado su estado de excitación.
“Con que esto es lo que siente” pensé. Ese placer profundo que ondeaba por cada uno de mis poros y estremecía, como un despiadado tsunami, todo mi ser. Ese placer al que no estaba dispuesto a renunciar de ahora en adelante. Mi sentimiento de realización, de culminación de esa búsqueda que se había tornado eterna, había terminado.
—¡Gracias, Lucas! ¡Gracias! —decía mi cuerpo cada vez que forzosamente ingresaba y salía de ella.
Me sumergí en el cénit de unos corrientazos que nunca había sentido en mi geografía (ni siquiera en mis momentos solitarios) y me quedé allí en la carpa, ajeno de toda consciencia por unos segundos hasta volver en sí. Helena corría despavorida y dando alaridos por el bosque. ¿Por qué? Sigo sin entenderlo. Supuse que era la reacción común después de terminar. Una sensación de somnolencia me invadió y, contra mi voluntad, terminó por doblegarme. No quise perseguirla. Le agradecí mentalmente por haberme ayudado a suplir mis carencias y caí en un profundo sueño.
Lo que vino después fue muy confuso, incomprensible para mi mente. ¿Había hecho algo malo en realidad? ¿Qué era eso malo? ¿Mi libertad estaba restringida a causa del amor existente entre ella y yo? ¿Por qué me engañó así? ¿Por qué me indujo a creer que me amaba, que se iba a convertir en mi primera pareja, aquella que esperé por casi tres décadas? Tenía la oportunidad perfecta para demostrarme que era diferente a toda la basura que había desfilado frente a mí y comprobé, para mi desgracia, que era una más. ¿Qué necesidad tenía de coquetearme, de demostrarme su interés, de dedicarme poemas y canciones si no era amor lo que sentía? ¿No es injusto que después de todo lo que hicimos para consumar nuestra relación, me diga ahora que lo que hice no estuvo bien y me haya denunciado? ¡Ella también quería! ¿Cómo me dice que en el momento más álgido se retractó y me dejó solo con mi deseo? ¿Por qué tomó esa posición tan egoísta? ¡Reafirmo mi odio hacia todas y más hacia ella! ¡Debería estar aquí conmigo! La culpa es de los dos, ¡la estoy esperando!
Me acusan de una serie de acciones cuya justificación he explicado extensamente a las autoridades. Pero, ¿por qué no me creen? ¿Qué hay de ella? ¿Por qué no reconoce sus faltas? Debe entender que fui víctima de sus falsos sentimientos. El engaño al que me sometió es el verdadero delito. ¿Eso no cuenta? ¿Te vas a justificar en el hecho de que no existe sanción legal que castigue eso tan abominable? ¡Qué limitada es la ley humana ante el sufrimiento amoroso de los hombres y cuán numerosos los beneficios y la credibilidad que a ustedes se les da! ¡Cuántos varones pernoctan en las prisiones del mundo de manera injusta debido a falsas denuncias, tergiversación de hechos y omisión de la culpabilidad por parte de sus parejas! Si no hay ley que la castigue, que haga un examen de conciencia para que se arrepienta y retire los cargos que me están causando este dolor.
Así me haya traicionado y así merezca esta celda más que yo, la extraño. Sé que, en su mente y corazón profundos, anhela estar conmigo. Sé que me ama y que está confundida con todo lo que pasó aquella noche. Sabe que mi intención suprema siempre ha sido y es amarla. Espero que libere esa malinterpretación de los hechos mediante la reflexión objetiva de todo esto que he dicho. Que no perpetúe mi castigo, la deshonra de no merecerla ni de merecer a ninguna de ustedes. Sabe dónde encontrarme, mis manos la preguntan y quieren sentirla de nuevo. Sé que las suyas también me desean. Nuestras pieles vibran con la misma frecuencia y sus gritos, mezclados con mis gemidos, no tienen nada que envidiarle a ninguna sinfonía. Ven, Helena. Vengan a mí, todas ustedes.
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