Moribundo


Ser artificial no me resta valor. Lo digo porque, irónicamente, he servido a numerosas especies naturales que, salvo dos, han sido muy agradecidas conmigo.

Nací en el oriente de esta calurosa ciudad llamada Neiva durante la década de 1970. Mi primer benefactor fue don Vicente Ruiz Medina, el primer dueño de este territorio. Por mis venas corre —aunque ya débilmente— la sangre de las quebradas La Barrialosa y El Chaparro. De hecho, muchos me llaman así: El Chaparro; no solo por la fuente hídrica que me nutre, sino también por el árbol del mismo nombre que habita en mi interior. Otros me apodan Los Colores, por el barrio vecino que lleva ese nombre.

Mi agua, hoy casi invisible, aún recorre mi profundidad. Quizás allí ha encontrado algún alivio ante esa especie compleja y ambigua, a veces comprensiva, a veces macabra, llamada humana.

Expreso mi impotencia porque no entiendo su accionar. Les proporciono un ambiente rico en ecosistemas; ayudo a disminuir la sofocante temperatura de la ciudad y les regalo aire puro, distinto al que flota en sus calles y avenidas. A través de mí, pueden caminar tranquilos, despejar sus mentes, admirar mi belleza y pensar en algo más que sus agobios diarios... ¿Qué les desagrada de todo eso? No logro comprenderlos.

Cuando rebobino el casete de mi memoria, concluyo que mi tiempo pasado fue mejor. Solían llegar decenas de aves. Durante mis primeros años, me entretenía contándolas. Al llegar a cien, perdí la cuenta. Supe entonces que, por lo menos, me visitaban o vivían en mí un centenar de especies. A algunas las veía con frecuencia; otras, una nueve quizás, eran migratorias. Se detenían por unos días antes de continuar su peregrinaje por el mundo. Las contemplaba alegres, cantando. Me perdía en el revoloteo de sus alas y en su apacible descanso sobre las ramas. Algunas se reunían en pequeñas bandadas, otras preferían la soledad. La melodía de su canto me serenaba; contrastaba con el ruido lejano de las urbanizaciones.

Pero no solo las aves moraban en mí. Plantas, árboles y otros animales también llegaban, buscando sustento y aportando equilibrio a mis ecosistemas. Qué curioso, ¿no? Aunque pequeños en extensión, los humedales albergamos casi la mitad de la biodiversidad del planeta. Comprendí que mi tamaño —hoy vilmente reducido— no determina mi importancia. Me siento orgulloso de haber contribuido al bienestar de muchos, aunque no haya recibido la reciprocidad que tanto esperé.

Con el tiempo, ese idilio inicial se transformó en hostilidad. Las viviendas se acercaron a mis dominios; mi cuerpo se fue encogiendo y mi agua, evaporando, hasta dejarme en este lamentable estado. Personas con ansias expansionistas otorgaron licencias para violentar mi hábitat. Hoy he desaparecido en un 90%. Sí, les hablo desde el 10% que me queda. Por eso, lo poco que ven de mí no solo es escaso, sino penoso. Ya no hay muchas aves que avistar, ni senderos que recorrer, ni espejos de agua que reflejen el sol. Esos edificios y casas no solamente desplazaron a mis antiguos moradores; su concreto me asfixia. Me hace sentir más calor del que ya soporta un neivano promedio.

A esto se suma la basura y los escombros que han arrojado sobre mí, convertidos en gérmenes que deterioran mi salud. Algunos, sin escrúpulos, han depositado en mí todo tipo de desechos, como si fuera su basurero. Huelo mal. No obtengo ningún beneficio de estos residuos, pues su composición no es provechosa para nadie en mi población. Mi autoestima ha menguado, y el concepto que tenía de mi belleza se ha desdibujado. Me siento sucio. Los humanos hablan de sentido de pertenencia, pero solo de dientes para afuera. Lo que han hecho conmigo contradice todo lo que proclaman.

Tanto así, que mi existencia misma ha estado a punto de extinguirse. Recuerdo el atentado del que fui víctima hace algunos años. Dormía apaciblemente aquella noche, cuando una intensa sensación de calor me despertó. Alarmado, percibí el olor del humo. Vi, con angustia, que mi cuerpo ardía en llamas. Moví mi sangre hacia el fuego para intentar sofocarlo. Algunos vecinos acudieron a mi llamado. Me ayudaron. Aún así, sufrí quemaduras de segundo y tercer grado.

Muchos de mis habitantes perecieron. Dormían, no pudieron escapar. Plantas y animales lanzaban alaridos mientras eran abrasados. Fueron víctimas silenciosas de esta tragedia, cuyo origen, estoy seguro, no fue natural. Cuando los socorristas extinguieron las llamas, sus voces confirmaron lo que temía: habían sido provocadas por pirómanos al servicio de constructoras, con la intención de matarme y levantar sus proyectos sobre mis cenizas. Sobreviví, milagrosamente.

Tengo enemigos incluso dentro de mis dominios. Algunos se han revelado contra mí para apoderarse de nuestros bienes comunes. Al inicio reinaba la armonía, pero ciertas especies codiciaron más poder. Tal fue el caso de Buchón. Su aparente belleza e inocencia escondían intenciones oscuras. Con el tiempo, noté que el aire escaseaba. Otros habitantes también lo sintieron. Investigué y descubrí que Buchón estaba acaparando grandes cantidades de oxígeno. Al confrontarlo, lo negó todo. Le mostré las evidencias y se enfureció. Le pregunté qué pensaba hacer con ese aire: ¿venderlo? ¿enriquecerse con un recurso gratuito? Le recordé que el oxígeno es un bien común. Es de todos y de nadie. Ni el más tirano de los gobiernos se ha atrevido a gravarle impuestos.

Pero poco podía hacer. No tenía poder para desterrarlo. Buchón fue creciendo hasta volverse poderoso. Invadió mis aguas y se enriqueció a costa de nuestro aire. Afortunadamente, encontré apoyo en algunos voluntarios, quienes han venido erradicándolo gradualmente. Me dicen que su destino ha sido fertilizar otras tierras. Quizás, de algún modo, eso compense el daño que nos hizo. Por ahora, el aire ha regresado, pero no debo bajar la guardia ante futuras invasiones.

Son “unos pocos voluntarios”, porque los humanos que me ayudan son una inmensa minoría. La mayoría, en cambio, es indiferente o destructiva. Gracias a esa minoría consciente, este 10% ha logrado sobrevivir para contarles mi historia. Los considero mis hermanos; seres que entienden que son ellos los que me necesitan, y no al revés. Saben que la naturaleza puede continuar sin su especie.

¿Qué han hecho para salvarme? Varias cosas. Aquí viene lo bueno, lo esperanzador. Me han limpiado la piel en repetidas ocasiones, retirando basura, plásticos, colchones, escombros, hasta poltronas. Siguen apoyándome en mi conflicto con Buchón. Me cuidan, abogan por mí, y han gestionado que se me reconozca como lo que soy: un sujeto de derechos. Yo he cumplido mis deberes desde el día en que nací. Algunos de estos salvadores visten uniformes verdes; otros, chalecos con logotipos de árboles; otros más, ropa común. Les debo mi subsistencia. Gracias a ellos, aún tengo esperanza en los humanos.

Aquí permanezco: combatiente, resistente, próximo a cumplir medio siglo de vida. Sobrevivo, pero les confieso que me siento débil. Este 10% que queda espera ser cuidado y amado. Ojalá pudiera recuperar lo que me arrebataron. Mi mayor temor es ahogarme en cemento y convertirme en calle o edificio. Sé que no soy eterno; solo anhelo prolongar mi existencia lo más posible. Deseo, desde lo más profundo de mi agua, seguir siendo un refugio seguro para plantas y animales y benefactores.

A quienes me aprecian —esa pequeña semilla que da abundante fruto— quiero seguir brindándoles frescura, paisaje y alivio. A veces tengo visiones: veo niños jugando, familias caminando por senderos limpios, jóvenes purificando mi sangre, protestando por mi causa ante los soberbios dioses de la Tierra. Veo ancianos recordando con nostalgia la época dorada de mi vida. Son ellos quienes pueden salvarme.

Ayúdenme a no perecer. No quiero sonar amenazante, pero no solo moriría yo. He aprendido que todos los seres vivos estamos unidos por la misma conexión. Conmigo se iría parte del aire fresco, la melodía de los pájaros, el susurro del viento entre los árboles, el reflejo terrenal del firmamento. Se irían las vidas que moran en mí y que también son parte de ustedes. Los que me cuidan son pocos, y los que quieren verme muerto, poderosos.

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