Las últimas horas


Obra enviada al Concurso Nacional de Escritura 2024-2025 "Historias de Paz" - Ministerio de Educación Nacional de Colombia.

Me siento extraño en la mesa principal. Un ramo de flores contrasta con mi apariencia rústica y envejecida. Los asistentes me observan con desdén, sintiéndose triunfadores ante mi estado de reducción. La suciedad de la selva ha quedado atrás; ahora luzco pulcro y brillo bajo el sol implacable.

La ceremonia comienza con la intervención de un hombre al que llaman presidente. Habla sobre mi pasado y el de quienes me acompañan, enfocándose en el mal que causamos.

―Esto ―dice mientras me señala― es el símbolo de una guerra que ha cobrado la vida de miles de compatriotas durante más de setenta años.

Quisiera contradecirlo, pero no tengo la capacidad de hablarle. Su acusación me parece injusta. Su mirada me juzga y en ella percibo el dolor de aquellos a quienes, por mi mediación, les quité algo. No he sido yo, señor presidente, sino la voluntad de las manos que me usaron.

Las recuerdo: pertenecían al comandante de la cuadrilla. Desde que fui confiscado, perdí todo contacto con él. Ahora, en esta siderúrgica, tengo la sensación de que algo inesperado va a sucederme. ¿Qué ocurrirá cuando todo esto acabe? Me pregunto. Mis pensamientos se mezclan con el silencio que me aprisiona, pero el interrogante persiste, casi como una duda existencial inacabable.

Reconozco que no fui creado para lo que los humanos llaman “el bien”. Esa es mi naturaleza, mi destino maldito. Durante los años en que acompañé al comandante, incontables proyectiles fueron colocados en mí y, aunque me resistía, me veía obligado a dispararlos. Observaba, horrorizado, cómo alcanzaban y perforaban los cuerpos de niños, soldados y campesinos.

Mi dueño, con esa actitud grotesca que lo caracterizaba, me felicitaba por el “trabajo bien hecho” y, en ocasiones, me premiaba dándome besos y pasando su bayetilla sobre mi cuerpo. Quedaba reluciente por fuera, pero me sentía sucio por dentro.

Los gritos de los heridos me perturbaban y, a veces, el remordimiento me impulsaba a atascarme, con la esperanza de no volver a servirle a ese hombre ruin. Aquella estrategia solo fue efectiva una vez. El comandante me maldijo y me arrojó fuertemente contra la maleza. Luego, con furia en los ojos, me recogió y me cruzó sobre su tronco. La víctima, un soldado que perseguía a la cuadrilla, fue rescatada por los demás.

El presidente continúa su discurso, y yo sigo rebobinando mis recuerdos. Los tiros de gracia en los rostros aterrados por la muerte perturban mi mente. Debo reconocer, con vergüenza superlativa, que hubo momentos en los que simplemente cumplía mi función, sin reflexionar. La guerra terminó volviéndome insensible.

Pero ahora, rodeado de esta gente, pienso en el sentido de mi existencia. Una sensación de vacío, como cuando estoy descargado, me invade al reflexionar sobre el propósito para el que fui hecho. ¡Qué miserable me siento! El sol de la mañana empieza a calentarme, pero arde más la conciencia que me consume sin compasión.

Al concluir el presidente, el general se coloca frente al atril. Informa a la audiencia que seré destruido junto a los demás que están en la mesa. Entiendo por qué el ramo de flores está allí: es nuestra corona fúnebre.

Supongo que me lo merezco. Tal vez, de alguna forma, la muerte traiga paz. Mi fin podría ser un acto de reparación para aquellas mujeres que veo secándose las lágrimas. No pretendo convertirme en el Cristo del que escuché alguna vez, pero deseo redimirme de algún modo.

Imagino opciones, como si tuviera la libertad de elegir: bien podría transformarme en una herramienta para un proyecto social, o en el pupitre de una escuela, o, mejor aún, en parte de un monumento de memoria histórica. Quisiera renacer en algo que inspire admiración, no el rechazo al que estoy expuesto en este momento.

El general termina su intervención y presiento que todo acabará pronto. La audiencia se pone de pie; algunos se abrazan, otros se secan las lágrimas. Un hombre con uniforme de camuflaje se acerca, nos toma y nos mete en una bolsa, donde la oscuridad lo cubre todo.

Intento entablar conversación con los otros, pero nadie responde; tal vez ya estén resignados. Pasan un par de horas hasta que nos sacan y vemos un enorme horno del que emana un fuego aterrador. Palpo el miedo que, supongo, experimentaban aquellos que perecieron por mi causa.

El calor se intensifica, haciendo que los átomos de mi piel se turben. Escucho sollozos a mi alrededor; uno a uno, los demás son lanzados al fuego, y sus lamentos se pierden en la distancia. Me angustia ver cómo los demás desaparecen tan pronto lo tocan. Observo cómo el metal fundido fluye hacia los moldes y pienso: “Así quedaremos”.

Mi deseo de desaparecer se desvanece. El instinto de supervivencia me ordena salvarme a toda costa, aunque jamás vuelva a ser útil para nadie.

Llega mi turno y debo ser realista: nadie vendrá a salvarme, y no hay vuelta atrás. El fundidor me agarra con sus guantes toscos. Me contempla por última vez, como despidiéndose de mí, y sin remordimiento alguno me lanza al volcán ardiente.

El calor empieza a derretirme lentamente. Mi culata desaparece en cuestión de segundos. Luego carcome mi empuñadura, mi mira y mi cañón. Solo queda mi gatillo, donde parece morar mi estado de consciencia.

Trato de mantenerme fuerte, de morir con dignidad, pero es imposible. Pasan por mi mente algunas escenas de mi vida y un sentimiento de nostalgia se apodera de mí. Poco a poco voy perdiendo mi razonamiento, pero no quiero malgastar mis últimos segundos en más reflexiones de arrepentimiento.

Mientras me fundo, siento que este no es el final, sino el comienzo de algo más grande que mi actual existencia.

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