Descargo de responsabilidad: La siguiente obra literaria es un producto de ficción basado en hechos acaecidos en Neiva, Huila, Colombia, el primero de agosto de 2***.
Sobre la carrera s* entre calles ** y ** de Neiva existen todo tipo de comercios: estancos, concesionarios, fruvers y hasta una pescadería. Sin embargo, hay un local que ha permanecido desocupado por años. Es un hueco inerte en medio del bullicio de los vehículos y los negocios del sector. Sus rejas verdes, oxidadas, reflejan el abandono al que ha sido sometido. Es como si, a su alrededor, todo hubiese evolucionado y él, contrario a las tendencias de la modernidad, se resistiera a cambiar.
Todo esto, según lo que consulté, tiene una razón. Años atrás, cuando el lugar tenía vida, era una de las veterinarias más prestigiosas de la ciudad. Su clientela la formaban personas pudientes y animales de raza que exigían cuidados costosos. Ahora, según cuentan algunos taxistas que transitan por allí, una sombra humanoide deambula en su interior, custodiándolo. En ocasiones la han visto dentro; otras veces, entrando o saliendo del local.
Siempre me ha intrigado lo paranormal y no podía dejar pasar la oportunidad. Por eso estaba ahí, superando mis temores, frente a su portón. El ruido, habitual durante el día, contrastaba con el silencio de la madrugada. Tenía curiosidad de todo lo que decían y quería corroborarlo por mis propios medios. Desde afuera se alcanzaban a ver paredes en lamentable estado. El piso, cubierto de tierra, parece desmoronarse apenas se le pisara. Saqué la palanca que tenía en mi maletín y violenté el candado. El chirrido del portón al abrirse reveló que hacía mucho no engrasaban sus bisagras.
Mis primeros pasos fueron torpes. Sentí que resbalaba: había pisado excrementos de animales (o quizá de algún habitante de la calle) que invadían el predio. Pocos metros más adelante escuché un portazo: alguien había cerrado desde afuera. Me devolví y traté de abrir, pero fue inútil. Grité. Nadie acudió, pero luego lo entendí dada la hora y lo desolado del sector. Giré de nuevo hacia el interior. Entonces escuché una mezcla de sonidos que hicieron vibrar mis tímpanos. Al tocar mis oídos, sentí un líquido tibio en mis dedos. Tenía el típico olor del hierro. Era sangre.
Los ruidos simulaban, en su mayoría, ladridos y maullidos. Tenían un tono de desesperación, como si estuviesen desmembrando perros y gatos. Me tapé los oídos con ambas manos, sin efecto alguno. Aquellos sonidos atravesaban todas las barreras que les ponía y alcanzaban su destino. Mi rostro terminó cubierto de sangre. Del sucio suelo comenzaron a brotar senderos rojos que se extendían hacia cada habitación.
“No debí haber dicho que las historias de los taxistas eran pura mierda”, pensé. Pero ya era demasiado tarde. Regresé al portón, lo forcé, grité una vez más. Nadie. Era como si la humanidad hubiera desaparecido.
Seguí el sendero más cercano y entré al primer cuarto a la derecha. Confirmé lo temía: una montaña de perros y gatos degollados se apilaba en su interior. Sus heridas eran profundas y su carne expuesta despedía un olor nauseabundo. Los lamentos cesaron y sentí que mis oídos, por fin, descansaban. Mi cuerpo temblaba y el corazón palpitaba como un tambor. Sentí retorcijones en el estómago. Me quité el buso, lo humedecí con agua del termo y lo acerqué a la nariz para resistir el hedor.
Al observar con más detalle, noté que no todos los animales estaban muertos. Algunos se movían torpemente; otros, con sus cabezas desprendidas de los cuerpos, hablaban de sus penas.
—Doctor…doctor —logré entenderle a un bulldog—, ¿dónde estaba cuando perecimos? ¿Por qué nos dejó morir? ¿Dónde quedó su juramento hipocrático con nosotros?
—No lo culpes —respondió lo que parecía ser un gato criollo—. Hizo todo lo que pudo. ¿Cómo iba a salvarnos, si ni siquiera pudo salvarse a sí mismo? ¡Insensato!
Los demás animales, que parecían muertos, corearon al unísono:
—¡Sálvenos, doctor! ¡Sálvenos, doctor!
No entender aquella escena me perturbó la mente y comenzó a dolerme la cabeza. El olor mortecino era cada vez más penetrante y el buso no hacía efecto. Sentí pena por los mutilados, pero no podía quedarme allí, así que los abandoné.
El sendero me llevó a la segunda habitación. En ella, un hombre con bata blanca agonizaba. Tenía dos grandes círculos escarlatas: uno sobre el corazón y otro en la cabeza.
—¿Por qué, Dios mío? —gritó al verme—. ¡Mi vida no puede terminar así!
Se retorcía en el suelo como poseído, vomitando sangre. Me sorprendía la cantidad que brotaba sin que perdiera el conocimiento. Quise hablar, pero mi lengua parecía atada.
—¡Son tantos los perritos y gaticos por salvar! —exclamó desesperado—. ¡Usted mismo acaba de verlos!
—¿Quién es usted? —logré preguntar, desatando mi lengua.
—El doctor Marcos —respondió—. Seguramente ha escuchado hablar de mí.
Me costaba creer que pudiera hablar mientras sangraba así. Su voz, sin embargo, era elocuente, resonante.
—¿Sabe? —continuó—. ¡No debí ayudar a esa señora! ¡Debí dejar que la rata esa se llevara su bolso! ¡Otra sería mi historia!
Sentí compasión por el doctor, pero no sabía qué decir ni cómo ayudarlo.
—No temas —dijo, con un hilo de voz—. Necesito tu ayuda. Haz justicia. No permitas que todo quede impune.
Iba a preguntarle cómo hacerlo, pero se desvaneció. Solo quedó una palabra escrita con sangre en el muro: Dylan.
El cuarto contiguo tenía ese mismo nombre sobre lo que antes fue la puerta. Al ingresar, vi la silueta de una pareja fundida en un abrazo. No hallé conexión alguna con lo que acababa de experimentar con Marcos. De repente, una luz iluminó la habitación. Ambos vestían uniformes azules: el doctor y otro hombre muy guapo, de ojos claros, cuerpo atlético y cabello ligeramente largo, partido por la mitad. Todo era silencio durante ese abrazo. Un silencio que me inquietó. Tuve la sensación de que el tiempo se había congelado.
Un llanto profundo lo rompió, pasados algunos minutos. Comprendí que quien lo acompañaba era Dylan. Del corazón y de la cabeza de Marcos brotó sangre, haciendo que se desplomara. Dylan lo sostuvo entre sus brazos y gritó con desesperación:
—¡Mi amor! ¡No te vayas! ¡Ayuda!
Parecía no verme. Se resignó a la suerte de su pareja y lo abrazó con fervor. Sus lágrimas enjuagaban las heridas por un instante, pero, a los pocos segundos, el cuerpo del doctor volvía a teñirse de rojo. Marcos fue cerrando sus ojos hasta morir. Dylan emitió un sonido similar al de un aullido. Luego, poniéndose en cuatro patas, se transformó en un lobo y pudo verme. Me miró con ojos de fuego, mezcla de odio e impotencia.
Divisando una ventana que dejaba pasar un débil rayo de luna, rompió el cristal y saltó.
—No puedo vivir en la luz —aulló—. Mi morada serán las cavernas.
Y desapareció de mi vista.
El cadáver de Marcos yacía en el centro de la habitación cuando la abandoné.
Hacia el fondo de la clínica se hallaba lo que alguna vez fue la sala de cirugía. Había toda clase de instrumentos quirúrgicos, y el frío penetraba hasta los huesos. Me coloqué la camiseta y me abracé con fuerza. De repente, el llanto incontrolable de lo que parecía ser un niño interrumpió el silencio. Pude constatar su corta edad tan pronto como habló.
—¿Por qué le hiciste daño a mamá? —sollozó.
—¿Quién anda ahí? —pregunté.
—¡Deja a mi hijo tranquilo! —replicó una voz femenina.
Entonces los vi. Una mujer y un niño yacían sobre una camilla. Se tomaban de la mano y se consolaban con caricias.
—¡Marcos, maldita sea! —continuó la mujer—. ¿Por qué nos hiciste esto? ¡Te amábamos y te apoyábamos!
Até cabos y concluí que se referían a la relación del doctor con Dylan. No quise interrumpirlos.
—No merezco un esposo así —dijo ella.
—Ni yo un padre —respondió el niño.
—Vámonos, Esteban —añadió la mujer.
Tomó un bisturí y le cortó la cabeza a su hijo. Luego, abrazándola, la besó y lloró sobre ella por largo rato. Secó sus lágrimas y, mirándome con ojos tristes, se hundió el bisturí en el cuello mientras decía sin parar:
—No te merecemos, no te merecemos…
Sentía húmeda la parte trasera de mis piernas. Al tocarme, comprobé que me había hecho en los pantalones. Solo restaba un cuarto, pero no quería continuar. Era demasiado para mí. Pensé que, según lo que me habían contado, la actividad paranormal se limitaba a la sombra de un espíritu guardián. Era lo máximo que podía tolerar.
Caminé por el pasillo central y vi la salida. Tuve la sensación de no terminar. El sendero se dobló a la izquierda, indicándome el camino que debía seguir.
Era hacia el último cuarto.
En sus muros estaban adheridos billetes colombianos de diferente denominación. Todos tenían un manchón de sangre en el centro. Por un orificio, una señora encopetada salió a mi encuentro. Portaba un bolso y vestía con una pulcritud envidiable.
—Señor, ayúdeme —me dijo desesperada—, me quieren atracar.
—¿Quién? No hay nadie más aquí —le respondí.
No había acabado de hablar cuando, desde las sombras, un hombre de cabello largo y gorra negra se abalanzó sobre la mujer. Le haló el bolso y emprendió la huida. De repente, vi a Marcos levantarse desde la habitación de Dylan y perseguirlo. Alterado, el ladrón le propinó dos disparos que cegaron la vida del veterinario.
Entonces lo entendí: tenía que recorrer toda la clínica para comprender por lo que había pasado Marcos. Sentí desánimo. Su espíritu seguía anclado entre los vivos y los muertos. Quizás su presencia se debía a que aún no se había hecho justicia.
Una lágrima se me escapó mientras me sumergía en aquellas reflexiones.
Pero todo cambió de escena de manera casi imperceptible. Ahora, el ladrón yacía en medio de la habitación, amarrado de sus cuatro extremidades, formando una X. A su alrededor se encontraban esparcidos los billetes robados, la mujer y Marcos, quien, sin explicarme cómo, había revivido. Su bata brillaba de un blanco que me encandelilló los ojos.
—Ataquen —ordenó el doctor.
De los orificios salieron aves, gatos, perros y hámsteres. Se acercaron al ladrón, excitados por algún estímulo en su cuerpo. Los gatos comenzaron propinándole arañazos que le abrieron heridas profundas; los demás trituraron la carne y los órganos internos a mordiscos y picotazos. El ladrón bramaba del dolor y clamaba perdón, pero los animales continuaron despedazándolo.
La señora y el doctor contemplaban la escena. No parecían angustiados. Una inexplicable sensación de tranquilidad e indiferencia se apoderó de ellos. Los animales terminaron por devorar al ladrón, dejando solo sus huesos. Luego, sin que nadie les diera orden alguna, fueron escabulléndose por los orificios de donde habían salido.
La mujer —cuyo nombre nunca escuché— desapareció entre las sombras. Quedé a solas con Marcos.
—Aquí termina el tour, señor don curioso —me dijo en tono burlesco—. Ahora vaya y escriba lo que vio. Necesito que en su mundo condenen a ese hombre para que pueda descansar.
Y, como alma que lleva el diablo, corrí a la salida. Con una facilidad increíble, abrí el portón.
Nunca pensé que, después de cuarenta años viviendo en esta ciudad, un lugar tan aparentemente tranquilo y abandonado guardara tal enigma. Todos los días debo pasar por ahí cuando voy para el trabajo. A veces me domina la tentación y miro hacia la clínica; la mayoría de las veces, la ignoro. No me he atrevido a hacerlo de noche desde entonces.
Sin embargo, hay momentos en que quisiera ayudarlo a que se libere de su ignominia, de hacerle entender que él no fue culpable de nada.
—Vaya y descanse, doctor —quisiera gritarle—. La justicia cojea, pero llega.
Por ahora, lo dejaré ahí.
Ahí viene el psiquiatra a pedirme que regrese a mi habitación.
;)
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