Mañana será otro día

Llegamos al separador de una concurrida avenida de Neiva.

―Don César, buenos días ―saluda una señora que acomoda limones en mallas.

―Buenos días, doña Carmen.

César coloca su bicicleta junto a un árbol y la asegura con una guaya. Su área de trabajo está cubierta de hojas secas. Las recoge pacientemente con las manos y las deposita en una bolsa negra que saca de su morral. Nos mira con ternura y rocía un poco de agua para hacernos lucir más frescos. El semáforo cambia a rojo. César baja a la carretera y, tras inhalar profundamente, anuncia:

― ¡A la orden los girasoles! ¡Girasoles! —Su voz resuena mientras zigzaguea entre los carros.

Algunos conductores lo notan, pero la mayoría vuelve la mirada hacia la luz roja. Un motociclista le pita.

―Buenas, ¿a cómo? ―pregunta.

―$10.000 el ramo. Viene decorado con estos claveles y cintas. ¿Cuántos le doy?

―Oiga, vecino, estaba pensando en lo curiosa que es la vida. Uno aquí, fastidiado por la espera en el semáforo…algunos no duran nada, pero este… ¡Dios mío! Y, sin embargo, para usted y para la señora de los limones, esta espera es una oportunidad maravillosa de vender.

César frunce el ceño, impaciente.

― ¿Me va a comprar el girasol? ―Interrumpe, cortante.

El semáforo cambia a verde y las bocinas no se hacen esperar.

―La próxima vez será ―responde el motociclista en tono burlón.

No puedo leer los pensamientos de César, pero, por su expresión, estoy seguro de que lo maldice en silencio. Un leve dolor me distrae. Al observarme, noto que uno de mis pétalos se ha arrugado y tiene un extraño tono marrón.

La mañana avanza, y cerca de las once, ninguno de nosotros ha sido vendido. El sol quema el pavimento y la gente suda copiosamente. César se pone unas mangas y saca de su morral un sombrero de ala ancha para protegerse.

Su almuerzo está en un pequeño contenedor verde con la palabra Axión. Come y toma un breve descanso que parece revitalizarlo. No pierde la esperanza. La tarde comienza y su resiliencia es pronto recompensada cuando el conductor de un carro le hace una seña. Después de una breve negociación, uno de nosotros finalmente se marcha. César se persigna con los dos billetes de cinco mil y agradece a Dios. Carmen se acerca y conversan mientras el tráfico fluye.

―Está dura la situación, ¿no?

―Sí, fíjese, hasta ahora vendí el primero. ¿Y a usted cómo le ha ido?

―Ahí, graneadito ―responde Carmen, resignada―. Puede que la gente ya no sea tan romántica como antes, ¿no cree?

―Es posible. Estoy pensando en vender otra cosa el próximo mes.

Las palabras de Carmen me sumen en una reflexión. “¿Por qué no logran vendernos? ¿Será que la gente está entendiendo que no debe ser feliz a costa de nuestro sufrimiento?” Recuerdo mi pasado en el campo, cuando seguía al sol en mi juventud y sentía una alegría que aquí, en esta jungla gris, no he vuelto a experimentar.

El dolor en mi pétalo vuelve, ahora más agudo. La sed me invade a pesar de estar en este balde de agua; debe ser por el calor. Mi cuerpo pesa y levantarlo se hace cada vez más difícil. El sol nos da una tregua al esconderse detrás de la montaña. Miro a César; nos reconocemos en el cansancio y en la inclinación de nuestras cabezas. Está tan desesperado que decide ubicarnos sobre algunos panorámicos para forzar la venta, pero los conductores lo miran con desdén y nos devuelven. Algunos arrancan, dejando caer al asfalto a algunos de nosotros.

Alguien llama. César me contempla por unos segundos y, tomándome en su mano, me separa del grupo. La alegría de serle útil, si logra venderme, me inunda. Ignoro mi sequedad y rigidez; sé que aún puedo hacer feliz a quien me lleve. Pero pronto me doy cuenta de que necesitaban limones, no a mí. Nos alejamos de la avenida y llegamos a un cesto de basura. Sin vacilar, César me arroja en él. Miro mis pétalos y entiendo su decisión. Todo es oscuro. Minutos después, escucho el sonido de la guaya al abrirse y una bicicleta alejándose.

―Mañana será otro día, doña Carmen ―oigo, en mi último suspiro.

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