Aquella mañana decidí que había llegado el momento de salir del clóset. El rechazo ante lo que tenía por decirle a mis padres se fundamentaría en la rigurosidad de sus principios morales y religiosos. Había sido educado en un ambiente considerablemente conservador y lo que debía expresarles les causaría, además de gran sorpresa, excesiva decepción. Antes de pedirles que vinieran a mí, mi vista bordeó delicadamente el cuadro de un paisaje colgado en la pared de mi sala. Pensé en él. Mi mente empezó a remembrar todo lo vivido con aquel hombre, desde el candor de mi infancia hasta la era de la iluminación de mi existencia. Dibujé su imagen tal como crecí viéndolo todos los días; semidesnudo, guapo, con su larga cabellera que le besaba el pecho. Me estremecía su figura herida y todo el sacrificio que había hecho por mí. Por lo menos eso me decía mamá, quien hablaba de él con efervescencia, con enarbolada pasión. Nuestro primer encuentro acaeció a la edad de ocho año
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