Se acercó sigilosamente mientras contemplaba la vista de la ciudad desde el balcón de mi apartamento. Lucía hermosa, enigmática, deseosa de poseerme. Su vestido, que absorbía la luz, decoraba su macilento cuerpo. Los labios camuflados en el negro de su labial parecían dos islas huracanadas. Notó rápidamente mi naturaleza de aflicción. Toda mi historia empezó a dibujarse entre los dos. Bajo el velo del anochecer, el oscuro firmamento se complacía al proyectar las escenas de mi vida. Ella, con su rígida e inerte personalidad, permaneció inmóvil durante la narración de mi existir en el orbe. Parecía no importarle nada, como en muchas ocasiones a nadie le importa lo que digo o callo. Su actitud denotaba cierta indiferencia y su lema parecía ser “nadie es indispensable en ninguna parte”. Ella sólo quería que tomara su mano para deambular por el valle de las tristezas. Estaba tan empeñada en mostrarme el ámbito sombrío de mi existencia, de restregarme en la cara mis miserias que en cier
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