El odio y la desesperación carcomieron a Wisberto, como una especie de agresivo cáncer, hasta el irreversible punto de la consumación. Aquella noche se levantó de la cama, cuyo colchón hervía, y después de vestirse como para una ceremonia fúnebre tomó un colectivo rumbo a la comuna suroriental de Neiva. En medio de la hostilidad del sector, esperó pacientemente a quien ejecutaría el plan que en su mente moraba. Se ubicó en la esquina occidental del CAI de los Alpes y esperó impacientemente. Lo rodeaban infantiles rostros de lodo que jugaban a policías y ladrones con palos y pitillos que simulaban las armas. Suicidados treinta minutos, vio acercarse a un hombre que conducía una motocicleta de alto cilindraje y que se detuvo a su lado. Tenía una mirada de taladro y su cuerpo lo inundaban tatuajes verdosos y cicatrices causadas por puñaladas pretéritas. Su cara la cubría el vello en exceso, similar a un espeso bosque de pinos. – ¿Usted es Cholo, el amigo de Juan Pablo? – preguntó Wisberto
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