Steven Alfonso amaba ir a la escuela. Se levantaba con los primeros cantos de los gallos y después de sus oraciones se bañaba, desayunaba y salía con una sonrisa adornándole el rostro. Caminaba por una hora mientras se entretenía con el verdor del paisaje, el burbujeo del río y la melodía de los pájaros. Lo único que no le gustaba era cuando llovía. El recorrido era más agotador, se le dificultaba lidiar con el peso del agua en su ropa y caminar por las trochas enlodadas. El colegio era una vieja casona con seis salones. Steven Alfonso cursaba quinto de primaria y sus compañeros eran sólo cuatro: Johan, Yeremin, Danna y Salomé. Rosa era la profesora y a los niños les gustaba su clase de matemáticas. Cuando sonaba la campana para salir al descanso, los estudiantes iban a un inmenso potrero. Jugaban a la lleva, al escondite o simplemente toreaban u ordeñaban las vacas que merodeaban el sector. Una mañana de abril, una torrencial lluvia generó un deslizamiento que afectó la escuela. Gran