Las últimas dos navidades de Hannah Lucía habían sido difíciles. Su padre Felipe, un reconocido arqueólogo de la región, había sido secuestrado por un grupo al margen de la ley. A pesar de que contaba con la compañía de Daniela, su mamá, la niña no había vuelto a celebrar el nacimiento de Jesús con esa pretérita alegría que la caracterizaba. Felipe era un gran profesional y trabajaba para la petrolera de la ciudad. Aquel desafortunado día, salió a un trabajo de campo cuando fue abordado por hombres armados que cercenaron su libertad. Algunos de sus colegas fueron liberados días después y narraron lo sucedido. Desde entonces, la línea de vida de Hannah Lucía no terminaba de tocar fondo. Desmejoró su desempeño en la escuela, se aisló de sus compañeros de clase y aseguró con llave el sótano de su dolor para que nadie, ni siquiera su madre, pudiese entrar. Se volvió apática y amargada. Daniela hacía cuanto podía para asfaltar el orificio de la ausencia. Compartían tiempo juntas, la complac
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