El estruendo nos cimbró y nos dejó sentados en la cama. Miré a mis padres y les pregunté si estaban bien. Mi padre tomó la escopeta y caminó hacia la sala. Cuando le pareció que era seguro escuchamos su llamado. “Nos rompieron la ventana con esta piedra” nos dijo mientras la señalaba con el arma. Al recogerla palpó un papel adherido. Observó lo que en él estaba escrito, nos miró angustiosamente y leyó con voz trémula: “Guerrilleros hijueputas, tienen 24 horas para largarse o los pelamos”. No pudimos seguir durmiendo. Le dábamos vueltas al asunto pero no lográbamos entender la razón por la cual nos habían declarado objetivo militar. Éramos simplemente una familia campesina que vivía de tres hectáreas de café. No opinábamos ni nos metíamos con nadie. Mamá propuso alertar a las autoridades pero mi padre la interrumpió bruscamente. Fue hermético en su negativa recordándole a doña Jacinta y don Uriel, quienes habían sido asesinados por dárselas de berracos al ignorar las intimidaciones de
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